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Dos días después del paso del huracán Melissa por el oriente cubano, la mayor parte de mis familiares y amigos, residentes en la ciudad de Holguín, seguían desconectados. Todavía andan a medias; con los destrozos de Melissa sobre la red y la ya persistente precariedad del servicio eléctrico, era lógico que sucediera de esta forma.
Conozco, por haberlo padecido, lo que significa el paso de un ciclón con esas características. Puedo revivir el eco de las sensaciones y las ojeras tras quince largos días sin electricidad, cuando el huracán Ike, al pasar por el norte de la región oriental, hizo estallar el transformador de mi barrio, y así padecimos doble los embates de aquel meteoro.
No hace falta que me lo recuerden, pero lo hicieron esta vez:
“Todo muy terrible”, me dijo un amigo escritor a las pocas horas del paso de Melissa, cuando su teléfono celular alcanzó un hilo de señal enviada desde alguna antena transmisora sobreviviente entre charcos y gajos caídos. Aprovechó ese instante para actualizarme por WhatsApp.
“Fue de terror gigantesco, entre las 12:30 de la noche y las 9:30 de la mañana —escribió—. Imagínate… los aullidos del viento, su bestialidad, parecía que iban a levantar la casa en peso, bajo una lluvia que eran cortinas cerradas de cuchillos, con filo bravo y todo. ¡DE MIEDO TODO!”
Mi amigo vive en una zona alta de la ciudad, protegido por gruesas paredes de ladrillo y cemento. Su casa da a la Carretera Central, que, vista en el pequeño video que me envió, era un río por donde las aguas fangosas corrían buscando salida.
Las mismas aguas, unas pocas cuadras más abajo, empujaron de tal manera las tapias de la casa de mi abuela que estas acabaron derribadas. La corriente cruzó de lado a lado la edificación —también de ladrillo y cemento—, pero no indemne al torrente cuando este se sale de cauce y busca evacuar sin encontrar por dónde.
La misma suerte corrieron otros amigos, quienes, por la cercanía de arroyos o de alguno de los dos riachuelos que cruzan la ciudad, experimentaron la crecida.
Ninguno de ellos vio quebradas las paredes de su vivienda o tuvo que permanecer tres días en el techo esperando que llegara un helicóptero con rescatistas, como sucedió con los vecinos de varias comunidades cercanas al río Cauto.
Tampoco fueron de los que tuvieron que amarrar las techumbres con sogas o alambres, o pasar las horas del huracán dentro de una cueva (que sigue siendo método seguro, a falta de edificaciones sólidas cercanas, para enfrentar los embates de la naturaleza).
A un tío el agua le llegó a la cintura, y mi padre vio su calle transformada en un envalentonado canal que bajó rápido de nivel. Pero esa misma noche, cuando todo parecía haber pasado, otro palo de agua volvió a estremecerlo a él y a sus vecinos de Vista Alegre, que no pudieron dormir por el fantasma de la inundación dando vueltas.

Cada una de esas historias las supe muchos días después, porque la incomunicación seguía siendo absoluta, como lo ha sido desde antes del paso de Melissa, en las largas horas de apagón. Solo que esta vez la circunstancia se recrudeció, poniendo a prueba la voluntad y también la cordura de la gente.
Por el periódico holguinero —que fuera mi espacio de trabajo durante algunos años— supe que en el hospital general Vladímir Illich Lenin los médicos y trabajadores debieron hacer de tripas corazón para superar la contingencia.
Parte de una tapia colapsó y el grupo electrógeno quedó sumergido e inservible durante al menos dos largas jornadas. Así, quienes estaban en la institución —que cumple 60 años de servicio y albergaba a decenas de enfermos— se encontraron en una circunstancia que no podría describir sin haberla vivido.
Solo decir que, en la penumbra, nacieron 22 niños y se realizaron no pocas intervenciones quirúrgicas de urgencia, porque no importan las catástrofes ni la negligencia de quien sea: la vida, y lo que con ella arrasa, no se detiene. Como las aguas, empuja lo que encuentra hasta hallar su verdadero cauce.
Cierto es que desde la isla no se han reportado muertos hasta ahora por el paso de este huracán —en contraste con lo sucedido en naciones vecinas como Haití o Jamaica—, algo que se agradece de lo que todavía funciona; aunque la gestión del Gobierno en el mantenimiento de servicios esenciales, como el eléctrico, es poco menos que desastrosa.
Si las inundaciones y las ráfagas de viento son catastróficas, la precariedad eléctrica que se vive desde hace años bastaría para declarar al país en estado de emergencia. Situación a la que muchos funcionarios y el propio ministro de Energía tratan de restar gravedad con argumentos embusteros que no han aliviado las penas de la gente, cuya inventiva para sobrevivir alcanza el límite, no solo en la Cuba profunda.
Recordaba aquella vieja frase de la propaganda cubana: “Tanto en la guerra como en la paz, mantendremos las comunicaciones”.
Ya ni esas frases grandilocuentes parecen funcionar.












