Mi abuela materna necesitaba un andador, no tenía manera de comprarse uno en Cuba. Acababa de superar otro accidente cerebrovascular. Ha sufrido muchos de esos a causa de sus problemas de hipertensión. Hemos llegado con ella inconsciente al hospital, la medican, la observan y regresa a su casa.
El cerebro de mi abuela se reinicia como el disco duro de una computadora. Antes, la acompañábamos varios de la familia al hospital; incluso, tuvo un novio a eso de los 75, pero hoy tampoco ese novio está. La muerte y la distancia ha ido acortando a la familia y ahora mi abuela pasa estos accidentes con menos afectos cerca.
Mi abuela es fuerte, era fuerte y lo será; y a las pocas semanas de cada evento, que conlleva internaciones hospitalarias con cuanto supone esa hospitalización en la Isla, días después de la rehabilitación, vuelve a andar casi como antes.
Ahora, cruzando la mitad de los ochenta necesitaba una silla de ruedas o un andador para moverse. Alguien le había prestado una. Pero, cuando hablé recién salida del último mal momento que pasó hará poco más de un año le dije que lo del andador estaba resuelto, que le haría llegar uno.
Sabía por mi hermana que no eran fáciles de conseguir, que si aparecían resultaban bastante caros. Para mí era posible comprar uno en pocas horas, pero la pandemia de coronavirus incrementó las distancias y nuestros casi siete mil kilómetros de lejanía se han triplicado por la ausencia de los vuelos.
No obstante hice lo que le prometí: me fui a recorrer farmacias para cerciorarme de la calidad de aquellos aparatos antes de comprar por una plataforma digital. Ya les he dicho que moverme por la ciudad es una pasión, que pensar en movimiento es una tendencia desde la antigüedad, que hay una frase que lo define en latín: solvitur ambulando.
Y on the road observaba a cuanto anciano pasaba valiéndose de andadores. No quería ser indiscreto y con la mayor cautela evaluaba el funcionamiento de los aparatos. Así me decidí por uno que tenía cuatro grandes ruedas y frenos para controlar el impulso. Me parecía fuerte y seguro; y además contaba con una silla por si en el trayecto se cansaba.
Cuando estuvo con nosotros mi hijo fue el voluntario para probar su efectividad. Lo movía de un lado al otro, se subió en él. A los pocos minutos quedamos convencidos de que era resistente y lo guardamos. Entonces me di a la tarea de averiguar la manera de enviarlo.
El problema es que cuando se trata de un aparato tan grande no es fácil que una agencia de envíos de paquetes lo considere en estas condiciones pandémicas; al menos desde aquí. Me comuniqué con varias y ninguna estaba prestando servicios. Me comuniqué con Cubana de Aviación y tampoco. Luego, por si acaso, con una especie de asociación de cubanos residentes en Argentina con quienes no tengo contacto. Ninguna respuesta.
Me quedaba esperar. Un amigo iría en septiembre. Estaba a punto de hacerlo cuando suspendieron su vuelo por aquel rebrote de coronavirus. Volvió el tiempo de espera y las conversaciones con mi abuela siempre terminaban en lo mismo: pronto enviaré el andador. Toda clase de dudas pasaban por mi cabeza.
Al fin, mi amigo recibió la confirmación de que tendría boleto para diciembre. Envolvimos el andador, que quedó como un pavo inmenso, y esperamos la llegada de la fecha. Esa noche tomé un taxi y cargué con él para el aeropuerto de Ezeiza. El taxista me dijo que nunca había llevado a nadie que viajara con tan poca valija. No le di detalles.
A todas esas nada estaba seguro, el andador no formaba parte de las valijas declaradas, pero había que hacer el intento. El viajero llevaba bultos por él y por todos los cubanos y argentinos amigos de cubanos que habitan la ciudad. Llegó con un cargamento inmenso a una fila de decenas de personas cargadas también increíblemente donde ya yo lo estaba esperando.
Hora y media después nos tocó despachar el equipaje, digo: le tocó a él, que era quien viajaba aunque hubiéramos tres allí, porque nuestros eran la mayoría de los paquetes, así de generoso es. Pasaron los equipajes y quien hacía el despacho, una chica argentina, se quedó pensando al escuchar lo del andador. Dijo que debía consultarlo con una supervisora.
La supervisora era cubana, una jefa de no recuerdo qué. Se encontraba parada como una estatua sobre la estera inutilizada en ese momento. Sólo escuchamos cuando dijo: “No, andador no”. La muchacha regresó a su puesto con rostro apesadumbrado y al mirar al amigo viajero este había puesto una estremecedora cara de lastima. “Es para mi abuela”, dijo una mentira piadosa, “que está enferma”.
Yo me había apartado de allí, convencido de que tendría que regresar con el aparato, pero aquella chica tuvo la buena idea de comunicarse con otra supervisora y esta al fin respondió que estaba bien, que pasaba el andador.
Ahora mi abuela se desplaza por los espacios de su casa con ese bendito invento. Bromea con que es un auto y dice que anda sonriente, probando frenos, contándole a las personas que eso que también llama “burrito”, su pequeño asno de color cardenal, ha viajado más kilómetros de los que ella misma en su vida.