Conversaba con un poeta de Aruba. Había llegado a Buenos Aires, tierra natal de uno de sus ancestros. Nos conocimos gracias a una antigua amiga, poeta, ensayista, un dulce, que un día nos puso en contacto por cuestiones de una antología, razón esta que nos llevó a que cierta tarde-noche acabáramos así, hablando de asuntos como el papiamento y temas estrafalarios entre papas bravas y cervezas en un sitio de la calle Rodríguez Peña.
Pero el germen de aquella conversación realmente había surgido a poca distancia; en la calle Corrientes, en un lugar bastante turístico que se llama El Gato Negro, como El Gato Negro, de Rodolphe Salis. Cuando llegué, el aroma de cientos de especies traídas de a saber qué sitios, y visibles en las vidrieras, se mezclaba con el aroma intenso del café; tanto, que me dieron ganas de beberme uno. Antes debía encontrar al poeta de Aruba, con quien había quedado para una charla.
Busqué entre las mesas. Poca gente a esa hora. Uno de los mozos me dio la bienvenida, y con la intención de guiarme hasta un sitio, agotado, estiró un brazo. Le hice una señal. Prefería dejarme llevar por mis instintos. Así que seguí caminando por el pasillo y, al fondo, un tipo de hombros cuadrados, quizá con cierto aire a Günter Grass, estaba instalado en una mesita atestada de cargadores, una laptop y la tasa de té vacía. Levantó la mano para saludarme. Era el poeta de Aruba.
Intercambiamos saludos, tomé asiento y pedí mi café, cortado. Él se bebió otro y ahí mismo comenzamos a hablar de proyectos, de ciudades, de escritores vivos y muertos, de nuestra amiga en común.
Enfrente había dos parejas, supimos pronto que venezolanas. Se ponían de pie para irse y en el momento en que lo hacían me dice el poeta: “Creo que una de las chicas me estaba mirando”. “¿Cuál?”, le pregunto con la idea de corroborar su impresión. “Aquella”, agrega, y buscó en dirección a la puerta de salida, donde apenas quedaba el último eco de la última de las dos trigueñas.
Cuando vuelvo a mi café el poeta ya estaba hablándome de las strippers. Pensé que había llegado a la conclusión que aquella mujer era una conocida suya, alguien que había encontrado en algún club de Buenos Aires. Enseguida supe que sólo le recordaba a una antigua amiga, bailarina, stripper, sí. Tenía un hijo y llevaba la profesión por verdadera vocación, me dijo.
Coincidimos en que la dura realidad, en este caso argentina, hace que mucha gente tenga rarísimos empleos, algunos tan insólitos que no podríamos asociar a la persona con el oficio si esta no lo confiesa. Jamás creeríamos que la abuela que pasea a los caniches tres veces al día en el barrio de Palermo Viejo bailó desnuda en ciertos clubes del Abasto o que el tipo que fumiga contra las cucarachas en el Micro Centro maquilla cadáveres part time.
La carreta de nuestra conversación iba bamboleante, rodando sobre el terreno que más nos interesaba, a veces convertido en terraplén, otras pulido cristal de asfalto. Tan bien íbamos que decidimos mudarnos a una cervecería.
Después de los primeros sorbos hablábamos de Aruba y Cuba, de los escritores cubanos y de la censura, la chivatería y la resignación: de los escritores y los sueños, de Faulkner y la condición humana, de este mundo y lo mal repartido que está… y otra vez de la venezolana, las strippers y el papiamento.
En esa, me pregunta: “¿Tú conoces a Calvert Casey?”.
Le digo, caramba, que sí, claro, y hasta me dio por recordar a nuestra amiga en común, quien le había dedicado una investigación a Casey, y estuve a punto de echar mano a la anécdota, pues mientras ella escribía ese libro se mete en un cine de La Habana con dos ejemplares de Calvert Casey en el bolso y resulta que alguien, aprovechándose de su concentración, termina por robarle el bolso y, lo que más le dolió, aquellos libros.
Fueron los únicos dos que Calvert Casey llegó a publicar en la isla, ambos gracias a Ediciones R, la editorial del periódico Revolución y Lunes de Revolución, magazín donde Casey había escrito unos magníficos artículos y ensayos.
El libro, de 1964, se titula Memorias de una isla y recoge once textos, además de un pequeño prólogo en el que aclara que, a excepción de dos de aquellos trabajos publicados en Ciclón y la Revista de la Comisión Cubana de la UNESCO, el resto había sido pensado para el magazín.
El otro libro, El Regreso, de 1962, contiene siete cuentos entre los que se encuentra “Los visitantes”, valorado por la crítica como uno de los mejores relatos de la narrativa cubana, a pesar de que Casey había nacido en Baltimore, Estados Unidos. Tampoco murió en la isla. Se suicidó en Roma, en 1969, a los 46 años.
Pero, después de haber dicho todo esto muy inspirado, en ese español suyo que evidencia el enjambre de todos los idiomas que domina, me dice el amigo poeta: “No, no. Te pregunto por la actriz porno”. “¿Actriz porno?”, quiero saber. “Sí, una que se llama Calvert Casey, o más o menos así, que es productora también de filmes porno”.
Y que no había escuchado de su existencia, respondo yo; aunque no esperaba haber gastado mis neuronas recordando todas aquellas cosas en vano, así que, forzada la asociación, le confieso que me gustaría saber un poco más de ella, para averiguar, entre otros temas, si hay alguna conexión que la lleve hasta el escritor.
Casey, por cierto, había dejado un artículo en el que hablaba de la banalización de la sexualidad, a propósito de un texto de D. H Lawrence. Comenta en él que “lo francamente pornográfico es infinitamente más saludable” que la mera “alusión” o “provocación banal” que experimenta en determinadas obras, y que le encuentra “más valor”, y en algunos casos la cree “hasta aconsejable”.
“La experiencia pornográfica pura, desprovista de todo afeite y de toda limitación impuesta directa o indirectamente por los prejuicios, puede ser supremamente hermosa, conducir a la serenidad o a la exaltación”, escribe.
Y resulta que, a los pocos días de aquel encuentro en el café, me envía un mensaje el poeta de Aruba para contarme muy feliz que se había comunicado con Casey, no mediante una médium o algo así, sino a través de Twitter. Y, para que no tuviera duda, me envió una captura de imagen del mensaje.
Miro la foto y leo el nombre. Se llama Casey Calvert y es de Baltimore, como el escritor. Veo una ilustración, el dibujo de una muchacha con anteojos de sol en forma de corazones y una blusa de tirantes. Agarra un chupetín de la manera en que lo agarraría una profesional de su ramo.
La chica, amable, respondió a la pregunta de este amigo. Dijo que no tiene conexión con el narrador, pero que al haberlo encontrado pudo notar que se trata de un escritor fascinante.
“Vaya”, murmuré y pensé en el viejo Calvert Casey, en aquel texto suyo sobre pornografía y en todos sus otros textos. “Ojalá y lo lea esta muchacha”, me dije. Quizá, además, hasta sea una magnífica lectora. Uno nunca sabe dónde y cuándo se prende la llama de la lectura.
Calvert Casey también publicó en Cuba en 1941, cuando era muy joven, bajo el seudónimo de José de América, la novela Los paseantes.
Gracias, Jorge Domingo; por leer, y por este dato valioso que nos regala para no olvidar. Saludos.!
Gracias, excelente.
A veces nos llenamos tanto de tragedias en las noticias, que leer textos informativos y refrescantes como estos hace que descansen estas cansadas neuronas.
Gracias, Ernesto.