Después de casi cinco años he vuelto a visitar a mi familia y a Cuba, momento emocional que también propicia el reencuentro con sitios y personas conocidas. Uno llega adonde viejas amistades y las abraza antes de la siguiente separación. Es la oportunidad para evaluar lo que han venido diciendo en mensajes de WhatsApp u oraciones de Messenger.
Desde hace tiempo escucho una frase que se reitera: “Cuando vuelvas no vas a conocer el país”. La pandemia, el “ordenamiento monetario”, la crisis aferrada con dientes han dado paso a una nueva circunstancia. A ella se deben la estampida y la pesadumbre que consume los ojos de la mujer que poco antes te ha soltado una carcajada.
“La ciudad es otra”, me habían dicho, y, a veces, parecía exagerada la advertencia. De modo que, al llegar, me dispuse a percibir detalles, a escuchar y a fijarme en cada uno de los signos; incluso, los de la breve felicidad o el fervor de la cerveza compartida.
Caminé mucho, caminando se acerca uno a la esencia de la vida cotidiana. Todo seguía siendo más o menos lo mismo: niños que jugaban en la calle, bicicletas, casas a medio hacer entre otras terminadas, puertas abiertas por las que huía el sonido de la telenovela extranjera; fachadas faltas de pintura. En las mañanas, gente amontonada para evadir el sol mientras se aproximaban a estanterías casi ociosas, aunque custodiadas por parejas de jóvenes boinas rojas.
A los boinas rojas los encontré por primera vez en el mercado habanero de Cuatro caminos. Luego, en una gasolinera destartalada de Centro Habana, a la cual ansiaban llegar los choferes de decenas de autos, semejantes únicamente por la intención compartida en la fila que los mantenía al borde de la calle y bajo el resplandor del mediodía.
Cuando un auto progresaba, el chofer del vehículo siguiente era auxiliado por el del carro de más atrás, del que había avanzado o de algún otro. En verdadero acto de compañerismo, empujaban juntos hasta que el viejo almendrón, o lo que fuera, cubriera el espacio libre de la fila.
Este detalle es casi una paradoja: en la isla no había combustible, pero todo olía a petróleo. El interior de los viejos autos y el ómnibus Vía azul que hace viajes a provincia. Tal vez estuvieran a punto de estallar chorros negros desde todos los baches. Pero sólo era el olor como fantasma, el humo.
Como es de esperar, fue a poco de mi llegada, habiendo pasado ya por una de esas colas perpetuas, que me di el gusto de organizarla para que la cosa fuera más ágil. Sus integrantes parecían en otra cosa. Me acompañaba una prima y también ella andaba como en la luna. O eso pensaba yo, porque antes de que me tocara el turno había localizado todos los productos que podían encontrarse en los puestos gastronómicos, instalaciones agropecuarias, dependencias del Estado o privadas que estaban por la cercanía.
Me sacó enrevesados cálculos para que no perdiera yo en el intercambio y para que, después de todo, pasara una buena temporada con la familia.
Padecí apagones, disfruté de la playa maravillosa, la comida familiar y la celebración del minuto exacto que se está viviendo; brindé a la salud de todos, di gracias a la naturaleza por la guayaba, el mango y la pastica de maní mientras escuchaba el pregón milagroso de los vendedores ambulantes.
Fui testigo del corte de comunicaciones por los hechos de Caimanera y estuve en un concierto de Frank Delgado. La vida parecía bastante semejante a como había sido siempre. ¿Qué hay ahora que sea profundamente nuevo?
El día en que abrían en Holguín las célebres Romerías de mayo, justo cuando el orador de turno la dejaba inaugurada con un discurso desde los balcones de la famosa “Periquera”, pasaba yo por la cercanía y noté que los participantes no juntaban un tercio de los que solían ser diez o veinte años atrás.
Entonces pude ver el efecto de las estadísticas: a los precios astronómicos que estrangulan el nivel adquisitivo del cubano, se suma la soledad. El vacío crece como la nueva plaga. No recuerdo exactamente cuándo empezó, pero es como en La Peste. Desborda el interior de las viviendas y como un gas mortal se desplaza secando la floresta espiritual.
Una tarde me encontré con un amigo escritor y su esposa retirada, ambos, habiendo sido también ilustres docentes universitarios, tienen un retiro tan mínimo como para adquirir apenas entre los dos un cartón de huevos, un litro de aceite y algún pedazo de carne. Estábamos cerca de su vivienda y señalaron casi espantados en su dirección.
Ni siquiera querían llegar, aunque iban de retorno. Y no tanto por el asunto material, sino por lo que no logra verse: también el vacío les había infectado el hogar y ahora desandan las calles para salvarse de la nostalgia.
Calles, plazas centros gastronómicos, empresas estatales, medios de comunicación han sido devorados por esta otra epidemia. Me lo dijeron todos, los más y menos comprometidos, los que tienen poco o nada que perder, los que no tienen más que la tierra de la isla que los sostiene.
Entre toda la gente con la que hablé sólo encontré a uno verdaderamente optimista. Desde hace años se opone a la escasez tirando pasajes con su auto soviético, premio por buen trabajador en los ochenta. “Pronto los rusos nos van a llenar estos mercados de productos”, me dijo.
Habíamos prometido no molestarnos por las contrariedades que podíamos hallar en el viaje y, además de unas, la verdad es que nada ni nadie nos molestó. A no ser la escena donde encontramos a una pitonisa cuyas palabras estuvieron con nosotros marcándonos el periplo.
En Panamá una masa de cubanos abordó el avión que nos llevaba a La Habana, y como subimos últimos encontramos que nuestros compatriotas, avalados por la aerolínea, habían ocupado las plazas que correspondían a nuestro equipaje de mano.
Lo peor es que no fuimos los únicos que perdimos el espacio pagado. Nos lo dijo la pitonisa cuando apareció. Ella que, lógicamente en esta modernidad, viajaba con pasaporte oficial, también había perdido su espacio y metió sus bultos en un lugar ajeno. Sus palabras ante nuestro asombro fueron sabias, como era de esperar. “Oye, esto es un efecto dominó”, nos dijo.
Excelente, Leandro
Gracias, Alina.