La Habana no fue la primera ciudad cubana en llegar a los documentos literarios de la Isla, le antecede la oriental Bayamo en el poema fundacional Espejo de paciencia, escrito, como se sabe hasta ahora, por Silvestre de Balboa en el siglo XVII; sin embargo, ha sido de los más seductores espacios para ambientar cuentos y novelas. Por su belleza escritores cubanos y extranjeros continúan hechizados. Su arquitectura, su ritmo es seductor. Y todavía algo misterioso encierran las ruinas. Y los fantasmas. La ciudad supervive, o vive paralelamente en la Literatura.
Cirilo Villaverde situó en la Loma de Ángel la trama de su más célebre novela Cecilia Valdés. La escritura fue interrumpida durante largos años debido a circunstancias que incluyen la cárcel y el exilio dada su relación con el independentismo. Cuando la tuvo acabada al fin, en esta historia realista hizo notar que La Habana había sido desde el principio “una ciudadela” a causa de las murallas y las fortificaciones militares que la constreñían. De esa manera, ante los ojos del lector la ciudad parece una inmensa tramoya.
Pero, la ciudad puede ser tan diferente como el camino que se pretenda recorrer en ella. “Las calles se vuelven más indescifrables que los que por ellas transitan”, escribía Lezama, maravillado como el minotauro ante los misterios de su laberinto. Reflexivo advierte en su potente Paradiso que dos calles como Obispo y Obrapía, pese a su “paralelismo cercano” pueden ofrecer al mismo tiempo “dos estilos, dos ansiedades, dos maneras de llegar, tan distintas e igualmente paralelas, sin poder ni querer juntarse jamás”.
Las rutas de esta ciudad han sido “venas de piedras” para Eliseo Diego y cinta de Möbius para Cabrera Infante, quien las consumía no en busca de esta o aquella cita, sino aspirando a una cuarta dimensión que le permitiera penetrar en su “noche cuántica”. Este escritor tradujo sus impulsos, y desde el exilio, más que el lenguaje “cubano” nos presentó la jerga de La Habana andariega, esa que tanto fascinaba también a Lezama durante su peculiar “catarsis ambulatoria”.
La Habana puede ser transitada a pie, en auto o en guagua, como en Piñera, pues de este modo se podía experimentar el paso de toda la existencia en unos pocos minutos. Por sus calles boteaba el Ramón Yendía de Novás Calvo y se escurría el acosado de Alejo Carpentier, tan reparador de sus costumbres arquitectónicas que ha quedado asociado con las columnas.
Enfrentada al mar, que a su vez enfrentan las cosas de la Florida, La Habana ha sido añoranza y padecimiento. La ciudad recorrida sigilosamente, esquivada y sobreviviente; la ciudad perdida con la que Reinaldo Arenas soñaba, la que no menciona Martí en su poesía, tan odiador de ciudades que en uno de sus versos llega a exclamar de una de ellas: ¡Me espanta la ciudad!¡Toda está llena/ de copas por vaciar, o huecas copas!
Otra cosa sucede con el extranjero. Waldo Frank quedó ensimismado con esa trama de cemento merenguero rodeada por agua, con ese “solido estado de ánimo desafiante” del cual su población obtiene la fluidez de las olas que entran a la bahía: “el mar entra con tanta fuerza que las piedras y el estuco parecen líquidos”.
El peruano Bryce Echenique atravesó la ciudad atorado en el sidecar de una motocicleta, Allen Ginberg imaginó escenas sexuales con el Che Guevara, Hemingway se refugiaba en su zona más antigua para beber mojitos, Simone de Beauvoir sobrevolaba la techumbre en helicóptero, una chica se prendía fuego cuando murió Carlos Gardel.
La Habana, con su catedral del helado exaltada en el cuento de Senel Paz es como un punto sin tiempo y sin brújula, un espacio donde cualquier cosa puede suceder, aun en medio de los más pulcros acontecimientos. El pasado se arremolina en torbellinos y huracanes peligros en ella y ningún centro de pronósticos puede medir la intensidad de estos vientos, que a veces amenazan con devorarlo todo.
Cuando en 1960 el filósofo Jean Paul Sartre llegó a la ciudad por segunda vez debió confesar que entonces la urbe le había desconcertado. Y es que parece ser uno de sus signos más recurrentes; entre ruinas y hoteles nuevos, entre frontones y capitales a los cuales fue a parar la imaginación de sus habitantes; entre el forcejeo de la economía estatal y el flujo del mercado negro, entre la promesa y la realidad emerge siempre el desconcierto.
Melancolía del no ser. Esperanza del estar. Sentimientos de encontrarse uno en el lugar que ya no existe, o que persiste en su existencia a pesar del pesar. Tirana y excluyente, abrazadora y familiar. Desde algún lugar de la ciudad el poeta Julián del Casal aún la sigue extrañando sin siquiera haberse ido. Su verso es perpetuo como el son o el reguetón en las profundidades de sus calles, donde sobreviven historia, modernidad y timbiriche: “más no parto. Si partiera/ al instante yo quisiera/ regresar./ ¡Ay! Cuándo querrá el destino/ que yo pueda en mi camino/ reposar”.
La Habana fue, es y sera siempre,unica y diferente, un iman sin dimensiones atrayendo siempre las almas y las mentes mas privilegiadas