La productora Rosa María Rodríguez me envío hace varias semanas el primer corte del filme El Regresado, del cineasta Armando Capó (1979). La obra fue ganadora del Fondo de Fomento para el Cine Cubano en Desarrollo y Producción, y recién había leído una breve referencia en una publicación del Festival Ventana Sur, que tuvo lugar en Buenos Aires.
El Regresado es la ópera prima de Rodríguez como productora (GatoRosa Films) y el segundo largometraje de Capó, pareja de Rosa María desde hace más de doce años. A ambos los conozco de Holguín. Varios amigos, al recodar a jóvenes cineastas en la región, aludían la obra de este realizador, que antes de estudiar cine había completado su formación en la Academia de Artes Plásticas El Alba.
Capó tuvo su primer gran reconocimiento con Agosto en 2019. Ese trabajo lo hizo merecedor del Premio Coral a la Mejor Ópera Prima en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana de ese año y le permitió llegar a espacios como Cine en Construcción, del Festival de San Sebastián. Hasta ese instante se había dedicado a documentar historias de vida, sensaciones y sus propias inquietudes vitales con una estética que tal vez haya marcado cada uno de sus proyectos posteriores.
Respecto a El Regresado, me contaba Rosa María que por estos días cerraba la coproducción en Colombia, aunque el filme recibiría retoques en México. Ella, formada y comprometida con el desarrollo del cine independiente, rastreaba festivales y mercados que le permitirán conectar este trabajo con posibles distribuidores y agentes de venta.
En febrero, detallaba, la película debe cerrar el montaje. El artífice de este trabajo ha sido Emmanuel Peña, egresado, como Rosa María y Capó, de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. La historia recoge el antiguo dilema del artista que sueña desarrollar su obra, a pesar de contextos que pueden ser obstaculizados por la moral, la ideología o la política.
El conflicto, llevado al contexto cubano, específicamente a un punto de la isla alejado de La Habana, podría plantear varios retos a su realizador, ya que la historia debe evitar reiteraciones y necesita cierto dinamismo para entretener. Visto lo que tienen, creo que Capó ofrece el relato con nobleza y, para calzar sus argumentos, cuenta con el soporte visual de una ciudad marinera, su ciudad natal y motivación que vuelve; para no decir leitmotiv.
Gibara
Como en muchos de sus trabajos anteriores, el creador se ha visto seducido por esta ciudad enclavada en una zona que es mitológica desde que Colón testimoniara los primeros fumadores de tabaco y los perros mudos por allí. Además, como Guillermo Cabrera Infante (otro gibareño), Capó ha tenido el cine y el arte como soportes para trascender momentos, lugares y personajes que la habitan.
En este caso, la historia desarrollada por la guionista Laura Conyedo parte de una idea original de Capó, que es como decir que tiene mucho que ver con su propia experiencia de vida, pues cuenta las vicisitudes de un pintor recién graduado que vuelve a su pueblo lleno de ambiciones, energías y deseos de ofrecerle lo mejor de sí mismo a la comunidad a la que pertenece.
En ese retorno, el artista casi adolescente establece una relación cercana con un pintor olvidado al cual considera su maestro. El aplaudido y siempre bien recordado Luis Alberto García encarna a este personaje que se inspira en el pintor Luis Catalá, a quien el propio Capó nos presentara en su documental La tierra de la Ballena (2024) como una de las personas influyentes en su formación, uno de esos maestros, como le llama él, que “en el principio mostraron el camino”.
De alguna manera, lo que comunica el guion de Conyedo, quien viajó a Gibara para aprehender el espíritu de la ciudad, donde cada elemento presenta un gancho a la memoria para Capó (evidente en su trabajo), puede considerarse parte de nuestras reiteraciones como generación. Cualquiera que haya creado algo alguna vez puede haber visto limitada su obra por la geografía, la moral o el reduccionismo político, representado en la historia mediante funcionarios de diversa índole y alcance en el poder.
También se impone el tema del amor, no solo el que se conecta a un deseo sexual, sino a un sentimiento inevitable ante la creación y hacia quienes mueven al artista a ser y a perseverar en un contexto, donde, como es el caso y tantas veces ha sido, más que al arte importa la condición política del artista, cuyo destino queda en manos del capricho político de quien tiene la facultad de valorar su creación.
Armando Capó ya se había colocado entre los cineastas cubanos que, como Humberto Solás o Eduardo Manet, hicieron de Gibara su escenario cinematográfico. Ocurrió desde Agosto, la historia circunscrita en 1994, otro año de éxodo. Ahora nos pone delante otro asunto, uno de esos fantasmas contra los que siguen luchando los creadores de la isla: la censura.
Al final, la película me hace recordar el caso de otro pintor, Raúl Martínez (Premio Nacional de Artes Plásticas en 1994), quien, abrumado por un escandaloso caso de censura, se vengó inmortalizando el hecho cuestionado en una de sus piezas de arte.
Sin más spoilers, cito una frase muy dura en el filme: “Si a los funcionarios les gustan las obras es porque las entendieron. Te están dando la posibilidad de ser artista”. Lo dice un personaje que en esta película de Capó por terminarse ha pasado por una serie de circunstancias que lo han convertido en alguien a quien el arte (su trabajo) mantiene vivo.
Porque hay muchas posibilidades en los horizontes de quien regresa: de la honesta intención del artista también se puede pasar a la resignación del sobreviviente, una auténtica motivación juvenil puede dar paso a la frustración de edad madura; incluso, el esfuerzo voluntarioso de querer transformar la realidad puede terminar siendo la pesadilla de no poder escaparse de ella.