Abril de 1898 es la fecha que marca la intervención de Estados Unidos en la guerra entre Cuba y España. He estado leyendo sobre eso, desde hace mucho junto datos y husmeo documentos que tratan el asunto directa o indirectamente, como sucede con el libro escrito y compilado por el Mayor General polaco Carlos Roloff, un prontuario de nombre en el que también se nos devela el misterio del comportamiento humano.
Compongo un relato sobre uno de los periodistas norteamericanos que cubrió esa guerra, cuya historia, sin pretenderlo, me llevó hace poco a rodar por las calles de Miami en un viaje que ni siquiera había previsto, y que tal vez tampoco hubiera sido memorable de planificarlo por una agencia de viajes.
Miami es una ciudad con la que un cubano permanece ligado sin quererlo. Siempre hay un amigo allí, un pariente, siempre una referencia a su nombre. Igual pasa con la Florida, reiterada en la historia de Cuba desde que Hernando de Soto se enrumbó por esas zonas dejando en su lugar a una hermosa dama a quien La Habana tomó de símbolo. Y Cayo Hueso está más cerca de La Habana que Aguada de Pasajeros; qué voy a decir de Holguín, la tierra donde he vivido.
Aun desde esta lejanía, en Buenos Aires Miami está presente. Lo dice el diario La Nación. La semana pasada siguieron vendiéndose pasajes a ese destino y “el principal motivo de los turistas es vacunarse”. “¿Ir a Miami a vacunarse? ¡Vaya!”, pienso. Poco más de 7000 kilómetros me separan del Aeropuerto Internacional de la ciudad. Nunca pensé que fuera a llegar tan pronto, superando esperas, visados, restricciones y regulaciones a las que obligó desde el año pasado la COVID-19.
Lo único que sé es que no había ido a vacunarme, sino siguiendo la pista de un libro escrito por el ya referido periodista mezclado con aquella guerra de la que han pasado 122 años. Sentía gran curiosidad por hojear sus páginas y así descubrir qué me revelaba su perspectiva de la historia.
En poco menos de 72 horas ese libro había emprendido un viaje desde Brownsville, Texas, a Miami, Florida. Lo busqué en el mapa: 1700 kilómetros bordeando el Golfo de México. “Vaya”, musité. Mi pequeño y preciado paquete, gracias a los servicios de USPS, había partido una tarde desde Brownsville a Mc Allen, de Mac Allen a Dallas y de ahí directo a la Florida, específicamente a Jacksonville, aunque tuvo que hacer estadios en puntos como Opa-Locka antes de llegar a Miami, donde lo depositaron en el buzón de mi cuñado.
“Ya lo tengo”, me dijo con alivio. Y: “¡Vaya!, exclamé fascinado. El correo en Estados Unidos es vertiginoso y las tecnologías nos permiten darle seguimiento al encargado de nuestros paquetes, de modo que había pasado esas horas aumentando y disminuyendo en el Google Maps los puntos a los que llegaba el libro. Cada vez que eso ocurría, me iba al WhatsApp a decirle a mi pariente: “Llegó a tal lado”, “está rumbo a tal otro”, “dice que en camino”; y este me respondía con resignación: “Sí, está bien, pronto estará en el buzón”.
El periodista norteamericano, autor del libro que yo había comprado por eBay, uno de los muchos que cubrió esa guerra, había pasado por Florida; tanto él como el resto de las tropas que participaron en el combate de San Juan hicieron un largo viaje en tren cuyo destino fue la ciudad de Tampa. En la cara este de Florida, Tampa es otro de los nombres que se lee mucho en nuestros libros de historia.
Era domingo cuando mi cuñado con el libro en la mano me dijo: “Sube”. Su auto es de 2017. “Confortable y ligero”, dije como si fuera el vendedor de una concesionaria. Un Nissan Sentra, pintado de blanco para mayores detalles a los amantes de los autos, es, no obstante, auto perfecto para este tipo de paseos dominicales. Desde su interior, con los cristales cerrados, la ciudad zumba como una abeja.
El atento y amable chofer, mi cuñado, no quiso abrir las ventanas. “Por el calor”, me dijo. “Ni para escuchar lo que dicen, o los ruidos. Ni para respirar el aire cercano a las playas las abres”, lo pinché. “Y eso que importa”, contestó a la vez que organizaba los datos del viaje en su GPS. “Hay que aprovechar el aire acondicionado. Eso es lo de la gente aquí”. No obstante, aquello, aun desde mi posición, parecía el viaje en la capsula perfecta, y encapsulados nos fuimos hasta nuestra meta.
Había que llegar hasta una zona ubicada al norte que se llama Aventura. Pero antes, quiso mi anfitrión darme un paseo por algunos lugares de la ciudad que no podría perderme ya que estaba allí. Cuando vine a ver estaba pasado por la famosa calle 8. Supongo que en otra época habrá más transeúntes, porque las aceras estaban más bien vacías. “Esto es siempre así”, me dijo el pariente: la gente se mueve en auto. No obstante, había quien caminaba o corría, incluso algunos iban en bicicletas.
Al momento pasábamos frente a los famosos restaurantes La Carreta y Versailles. En este último descubrí cierto movimiento. También en frente, pasando la vía, donde unas seis personas permanecían de pie sin perder de vista al restaurante. No era que quisieran llegar para zamparse una croqueta, una fritura o lo que fuera. Mostraban banderas cubanas y carteles en los que hablaban de presos políticos en Cuba.
Fue la única referencia política del recorrido, a pesar de que un cubano en Cuba suele asociar a Miami con la política. El resto sería más bien de corte cultural-sociológico: algunas familias entrado y saliendo de la Ermita de la Virgen de la Caridad, calles cerradas al tráfico porque trabajaban, rutas alternativas y una fabulosa entrada a Miami Beach por la Mac Arthur Causeway donde hasta yo que parecía forzado a la misma posición lograba ver el mar.
Después observé gente dispuesta a la playa, árboles y familias completas en movimiento. Residencias y edificios. Muchas palmeras. Algunas veces el tránsito me recordaba a Boyeros, por las palmas o el cielo debe haber sido. Incluso, por la forma en que la publicidad ocupa el espacio de las vayas propagandísticas de Boyeros. Había leído de Aventura, no de los impresionantes espacios a los que estábamos por adentrarnos, sino de los ataques de tiburones que alguna vez se habían reportado en las costas cercanas.
Mi cuñado se bajó del auto y por unos minutos la videollamada se cortó. Debía entregar mi libro a los padres de unos amigos argentinos, de turismo por Miami, quienes se habían ofrecido a traérmelo hasta el Sur. Fue una mañana increíble en la que el sol porteño se juntó al miamense. Me divertí mucho. Así más o menos acababa uno los relatos en la primaria, cuando la maestra exigían introducción, nudo y desenlace. Entonces no había Smartphone, ni zoom, ni Isabel Allende firmaba mediante un robot desde Chile sobre sus libros vendidos en Barcelona. Quizás le haya dado una idea a un agente de viaje. Quiero el crédito, amigo.