Mis primeros contactos con la obra de Arthur Conan Doyle, el escritor británico que ayer alcanzó sus 160 años sin perder espacio en la mente de los lectores, no fueron leyendo sus libros, sino escuchando una de sus obras adaptada a la radio. Debe haber sucedido en Radio Progreso y yo tengo que haber estado bajo el efecto de la modorra post almuerzoperiodoespecialístico.
La adaptación fue posible, lo más seguro, por uno de esos dramatizados que transmitían en las tardes, poco después del Noticiero Nacional, en Radio Progreso. Porque si Radio Reloj era la estación de ida, Progreso parecía la de vuelta: cuando estábamos de regreso de la escuela o de cualquier lugar había siempre un radio cuyo dial sintonizaba la “onda de la alegría” que, a veces, por las canciones y esos dramatizados, por su ritmo sonoro, me hacía sucumbir en una rara melancolía y su eslogan era transformado por mí en otro más adecuado: “la onda de la tristeza”.
No dudo que la circunstancia siga siendo la misma para mucha gente, solo que cuando sale uno del país es como si tomara un cohete y emigrara a otra galaxia. Llegamos a pensar que también el día a día ha variado también para quienes siguen en el mismo sitio; y desde lejos, la vida cotidiana, la rutina que fue nuestra hasta ayer mismo nos parece cosa pasada, lejana, difuminada, pura imaginería.
Falsa sensación esta. Si no, que le pregunten a cualquiera, alguien que lo diga ya; porque quién sabe si hasta Conan Doyle está de vuelta en la radio, con una adaptación de la misma historia que escuché alguna vez y aquellos actores de mi memoria.
Y no era, por cierto, cualquier relato el que transmitían. Se trataba de uno donde volvía a lucirse el detective más famoso de todos los tiempos, el hombre que supera en popularidad a muchos personajes ficticios en su misma cuerda, bien hayan sido impulsados por la televisión, el cine, una plataforma moderna o la propia literatura. No existe igual para Sherlock Holmes.
¿Qué es el doctor Gregory House de la serie Doctor House sino una especie de Holmes de la medicina?, solo que ha sido ubicado en la modernidad, contextualizado en una sociedad peligrosamente dinámica y que en el lugar donde se desempeña los crímenes los comete la biología.
Fue tan popular Holmes, en cada episodio acompañado de su peculiar amigo, el doctor Watson, que determinó la carrera de su creador. Esa inusitada fama le molestaba a quien lo había creado al punto de llegar a sentirse profundamente abatido por ello. A su madre le confesó sus intenciones de matarlo. No había otra manera de quitárselo de encima.
No quería ser visto simplemente como un autor de novelas policiales, Arthur Conan Doyle se consideraba un verdadero erudito. Había estado publicando desde los veinte años y había ejercido oficios diversos que obligaban a la aventura, como médico en un barco ballenero u oftalmólogo sin ejercer en Londres. Todas esas experiencias engrosaban sus libros.
Pese a entregar decenas de manuscritos: panfletos políticos, tratados sobre enfermedades, estudios de espiritismo y criminología, relatos y novelas sobre mundos perdidos, se veía condicionado por el mismo personaje: el detective.
Gente de todo el mundo murió creyendo que Sherlock Holmes no era la creación de un escritor astuto, sino un ser humano de carne y huesos. Llegaron a escribirle cartas pidiéndole resolver los acertijos de su vida; y montones de fanáticos radicados en Londres, o de visita en la ciudad, merodeaban como locos tras el 221B de Baker Street, porque allí debía estar; si no Holmes, sus huellas.
Aquella fórmula infalible usada por Conan Doyle de hacer que su personaje resolviera cualquier enigma criminal echándole mano a la lógica y a sus conocimientos científicos produjo una marca tan infalible que él mismo se vio difuminado por ella.
En Cuba tuvimos un simpático Holmes en Cómic y Palante que debemos a Évora Tamayo y a Alberto Enrique Rodríguez Espinosa (Alben), que a su vez tiene mucho, sin que quede demostrado, de los escritores Oscar Hurtado y Juan Ángel Cardí. A ese detective le tocó “resolver” en muchos ambientes cubanos.
Volviendo al punto de las circunstancias nacionales, pocas cosas para mí subrayan el ritmo y la rutina del cubano como una novela radial, por muy grande sea el desempeño de los actores, el trabajo del director o el sonidista. De ahí que aquella adaptación de Sherlock Holmes haya dejado secuelas en mi sensibilidad.
Si algo mide la onda expansiva del tiempo cubano, esa flema que brota por ventanas de viviendas y recepciones de centros laborales hasta componer las suaves y densas olas que inundan las calles es, también, el ritmo que se impone desde de una estación de radio; y, en especial, el de esos dramatizados que trasmiten todavía y que siguen tantos radioyentes.
Amantes de la radio hay por montones. A cualquier hora y en cualquier lugar encuentra uno viejos y jóvenes pegados a su aparatico, escuchando las canciones olvidadas por la modernidad, las voces engoladas de medianoche, los programas que recuerdan a otras épocas. Todos ellos permanecen así, junto al amplificador, queriendo que ese momento no acaben jamás.
De hecho, cuando anunciaron la finalización del célebre “Alegrías de sobremesa”, justamente en Radio Progreso, hubo tal revuelo que dio la impresión de que la vida dependía de esos veinte minutos antediluvianos.
Por eso ya no escucho tanta radio. La voz del locutor, la música y los diálogos nos agarran por el hombro y nos lleva a dimensiones que por momentos logran que nos olvidemos de la dimensión verdadera, la de las ausencias y presencias, nacimientos y muertes, limitaciones y tropiezos, alegrías y tristezas. Un taxista me dirá: “Es la vida”. Y tiene razón.
Solo que esa vida, o aquella que dejamos atrás, parece algunas veces tan descompuesta que ni el médico chino la puede arreglar; suele tener tantas complicaciones que al mismísimo Sherlock Holmes su resolución le parecería un problema interminable.