Si se desata una catástrofe, ocurre un nuevo alumbramiento tecnológico o de repente expira algún personaje conocido o admirado siento la urgencia de vocearlo a los demás; impulso excepcional para este carácter mío más bien dado a la cavilación.
Pero, estoy obligado a hacerlo sobre todo cuando un hecho me parece infrecuente, considero que debe alcanzar mayor visibilidad o me ha estremecido.
Suele pasar que desando la calle o estoy demasiado atareado como para consumir íntegra la información ante la cual ni siquiera reflexiono. Víctima de la conmoción, tan veloz como pueden mis dedos, copio, pego, comparto en las redes para proseguir mi rutina.
Tal vez sea un vicio profesional, la consecuencia del oficio ejercido durante años: soltar enlaces que a los amigos los conecten con los sitios donde se originan esas noticias, y tal vez acompañarlas con un breve texto también llamado post, sigue siendo el modo habitual a través del que participo en las redes.
En ocasiones realizo pausas para fantasear con que, como si yo fuera un medio de prensa ambulante, al lanzar el vínculo con la noticia estoy dando el “palo” periodístico entre mis conexiones de amigos. Y espero ansioso a las primeras reacciones: el salto del adelantado “megusta”, el parco comentario: hasta me envalentono si alguien se desboca en sentimientos y me premia con uno de esos corazones blancos.
Suele impresionarme el fallecimiento de escritores, músicos o cineastas; gente del arte, la mayoría de las veces; aunque, no soy un hielo ante la fatalidad de los demás, claro está. Cualquier persona, animal o cosa que se extinga me impresiona. Primero, una risita; después la brusca seriedad. Seguido: clic, compartir ahora, público. Mi perturbadora conexión con la muerte me obligan a actuar como un desquiciado.
Lo contradictorio en el hábito –mezcla de solidaridad e impulso informativo– es que, llegado al punto de reposo, cuando una o dos horas después supero el primer párrafo y pongo los pies sobre la noticia y sus contextos, advierto ciertos detalles como las fechas de publicación.
Siento el efecto de una bofetada. Es lo que sigue muchas veces al comprender que el hecho que pensé era novedad, tiene en verdad años de antigüedad. Intentando revertir mis acciones en breve tiempo, comienzo la carrera con obstáculos de cualquier conexión, respiro y salto, y me esfuerzo.
Por esta chifladura de tiempos modernos he avisado con años de retraso sobre la muerte de eminentes escritores; y en mi afán de informar a otros vuelvo a repetir un tiroteo terrorista en Europa, se hunde por segunda vez el submarino ruso, o se registra de nuevo una explosión en una embajada en Beirut.
Demasiado tarde supe que estaban muriendo cientos de abejas en Córdoba, que construían un edificio giratorio en Brasil y que habían sacado una ley en beneficio de los cuentapropistas en Cuba.
Y existe algo todavía más lamentable en todo esto: por mi culpa, otros siguen dando por nuevo lo que ya ha pasado hace décadas, realidad por la que seriamente debo calcular las repercusiones de un descuido, de mi descuido.
En el momento de tomar conciencia sobre mis pifias, todos aquellos sentimientos enaltecedores por haber sido “rápido” en “dar a conocer”, acaban transformándose en la certeza de estar haciendo el ridículo y de ser una ignominia andante para la humanidad.
En ese punto estoy convencido de haber causado un mal tan profundo como la muerte misma del personaje en el centro de mis sentimentalismos o la masacre que mi descuido acaba de revivir.
Debo advertir que no es solo responsabilidad mía haber embaucado a quienes, como yo, se sintieron conmovidos y no dudaron en difundir dichos informaciones; para diluir responsabilidades apunto a quienes lanzan a la red artículos y notas a destiempo.
Noticas zombies les llamo, porque así pasan ante nosotros las notas periodísticas sin actualidad, como en las películas: cuerpos sin alma y con capacidad de mantenerse deambulando por ahí; aunque, en este caso, con implicaciones menos espantosas.
Y si la etimología de la palabra está ligada al vudú, las noticias zombies tienen algo de moderna hechicería. Podría también provenir de un plan tramado por una persona o conjunto para conseguir determinados efectos, lo que equivaldría a un embrujo.
Sin embargo, esta práctica se diferencia de la difusión de las fake news: la veracidad de lo informado está probada, y en realidad debe ser una de las formas mediante las cuales los editores mantienen “vivas” en las redes la audiencia de los sitos para los cuales trabajan.
Es un punto que entiendo. Debido al trafago en una red social no basta con la información y el artículo del día, hay que “recuperar” determinados hechos, recordar la efeméride sacando el texto de la hemeroteca digital y soltándolo, aun sin el más mínimo aviso que alerte a los entretenidos.
Esta práctica presenta un lado nefasto, porque llevándolo a otros niveles de la vida cotidiana las noticias zombies serían como colocar alimentos sin fecha de vencimiento en las estanterías de los supermercados o, acaso, como leer a orillas de la vía un anuncio publicitario, o una propaganda política, que alude campañas ocurridas años o décadas atrás y que hoy ya no tienen ni razón de ser ni sentido.
Resulta menos nefasto para un organismo consumir como frescas noticias fuera de tiempo, en definitiva ¿qué daño moral puede hacernos o qué secuela podría quedar? Ninguna, excepto el quiebre de nuestra reputación si, como yo, se es de esa gente cuya profesión es actualizar a los demás con lo último que sucede o con lo que verdaderamente perturba.
Por otro lado, y para cerrar, carece de sentido preocuparse demasiado con las noticias zombies que nos embrollan el día o la noche y ponen en juego nuestro prestigio. En los mundos virtuales no tiene gran importancia, ir, volver, morir o estar de vuelta son casi una misma cosa, y apenas tiene sentido.