¿Por qué un libro de setenta, cien o ciento cincuenta años mantiene el interés de los lectores en una época donde el aluvión de propuestas sigue siendo imparable en el mercado? Creo que, además de la calidad estética y originalidad, la respuesta se encontraría siempre en la curiosa conexión del tiempo que se viva con el mensaje del autor cuando lo escribió.
Es la explicación para que en países como México o Argentina, 1984, esa sátira estremecedora publicada por George Orwell en 1948 se haya mantenido en los primeros lugares de ventas desde que la pandemia empezó a dejar sus efectos sobre el mundo, y, especialmente, sobre América Latina.
La pandemia y la cuarentena, el autoconfinamiento decretado por los gobiernos como la única manera de mantener los servicios sanitarios libres del colapso al que conlleva un exceso de contagios en la población, como se ha visto, parece momento oportuno para que mucha gente, sintiéndose con la libertad limitada, amenazada, casi perdida, busque respuestas en ficciones que le permitan dialogar con situaciones y contextos de alguna manera similares.
La realidad empuja hoy a leer obras de ciencia ficción o catastrofistas. Y entre más grandes las catástrofes, mejor. Es como si metiéndonos en realidades peores que la nuestra se nos levantara el ánimo. Así, se ha recurrido no solo a novelas como las de Orwell sino a cualquier otra donde la realidad haya sufrido esa clase de revés que convierte la existencia en una aberración, donde el individuo termina dominado por la desgracia de una circunstancia o, como es el caso aquí, por un sistema que lo supera.
Pero, si hoy es la pandemia y las reglas que los gobiernos ponen en funcionamiento para su control, no lo es así en el libro de quien nos legara ficciones como Rebelión en la Granja (1945) o el relato salido de su experiencia como corresponsal: Homenaje a Cataluña (1938), entre otras decenas de títulos.
La publicación de 1984 ocurrió en las postrimerías de la existencia de su autor, vio la luz a poco menos de dos años de su muerte por tuberculosis y cuando aun estaban frescos en la memoria colectiva los males acusados por el nacionalsocialismo, léase: fascismo, y por el socialismo en manos del estalinismo, que también ha sido un sentimiento instalado en las mente del poder.
La novela de Orwell cuenta la historia de Winston Smith, un funcionario del Departamento de Archivos, una de las cientos de oscuras oficinas que conformaban el Ministerio de la Verdad, conocido en la “nueva lengua” como “Minverd”.
La contracción en el término, como sabemos, es un neologismo propio de los países socialistas; pero, también se relaciona con la nueva jerga impuesta desde el lenguaje publicitario o frívolo de la televisión y cierta prensa, como ya apuntaba Umberto Eco en el prólogo de la edición italiana de 1984 y reeditado por Lumen en su edición del libro en 2017.
Cierto que una sociedad formada con neologismos y consignas deja traumas difíciles de eliminar; si no, mire usted y compare nuestro entorno. El cubano joven de hoy, por ejemplo, generalmente padece una pobreza de vocabulario evidente cuando se le compara con otros de su generación. No importa de dónde sea el contrincante, en la oratoria del otro se advertirá que ha estado limpio de todas esa palabrería de la que también se quejaba Orwell al narrar con ojo crítico y satírico sobre las sociedades totalitarias que conoció.
Tanto en el contexto de la propaganda como en el de la publicidad ese “nuevo lenguaje” o “nueva lengua” solo ha tenido la intención de distraernos el pensamiento; pareciera la preparación masiva para un mundo como el de Winston Smith, donde el concepto de libertad acabaría desapareciendo y la nueva manera de hablar dominará lo que creemos por real, al punto de terminar apoderándose de nuestra capacidad de pensar. Como apunta en algún momento un personaje del libro: no existirá pensamiento tal como lo entendemos, porque la ortodoxia equivale a no pensar, a no tener la necesidad de pensar.
Quien controla el pasado controla el futuro, anunciaba también cierto lema del Partido leído por Winston, quien realizaba constantes apuntes en sus diarios sobre lo visto y escrito.
Una vida anegada en la falsedad es parte de lo caótico del mundo ante el cual, desde la primera escena, George Orwell nos coloca junto a su personaje: el mundo donde los ojos de un hombre, el Gran Hermano, pareciera mirarlo a uno todo el tiempo desde su afiche, en una ciudad donde hay “policías de la mente”, “días del odio” y pantallas, muchas pantallas que no hacen más que espiarlo a uno dondequiera que se coloque.
Por si fuera poco la realidad tiene que ser reescrita infatigablemente porque está sujeta a un proceso de alteración continua para que las palabras del poder queden perfectamente adecuadas al presente, y para que tanto las supresiones como las rectificaciones dobleguen la historia a conveniencia de los intereses de las estructuras que lo sostienen.
Como sabemos, la novela se refiere especialmente al poder político; aunque podría no referirse a él, o no solamente podríamos verlo de esa manera. El Gran Hermano, ese que siempre vela por uno desde su omnipresencia, puede ser hoy un poder económico, tecnológico o cultural. De hecho, coincido con la apreciación de Eco de que la lógica del poder ya ni siquiera es tanto la lógica de un hombre como lo fue en el pasado.
Muchos de los recursos y algoritmos de la Internet parecían advertidas por Orwell. Las telepantallas ya no son una fantasía, como tampoco que desde ellas nos bombardean con sugerencias de este u otro tipo, cuyo fin es el de condicionar nuestra perspectiva del mundo y, seguramente, variarla.
No hace mucho, a propósito de la pandemia, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han advertía desde un artículo publicado por El País un presente demasiado parecido al que Orwell describía como futuro lejano y solo probable en su ficción. Cito solo un párrafito:
“En China hay 200 millones de cámaras de vigilancia, muchas de ellas provistas de una técnica muy eficiente de reconocimiento facial. Captan incluso los lunares en el rostro. No es posible escapar de la cámara de vigilancia. Estas cámaras dotadas de inteligencia artificial pueden observar y evaluar a todo ciudadano en los espacios públicos, en las tiendas, en las calles, en las estaciones y en los aeropuertos.”
Por lo visto, el presente es mucho peor. Si en 1984 al menos los “prole” estaban libres de las telepantallas porque quienes estaban detrás de ellas parecían solo interesadas en los funcionarios y esa clase de ciudadanos con ambiciones intelectuales, que no eran nada contra del 85 % de los “proles” en aquella sociedad descrita por Orwell, hoy la sociedad en su conjunto es blanco del espionaje, la manipulación mediática y el control muchas veces en beneficio de ella misma, que es la cuartada perfecta.
Para cerrar me habría gustado un truco al estilo de los pitagóricos. Habría querido decir algo como: “Bueno, amigos, es que por algo 1+9+8+4 nos lleva al año que estamos viviendo”. Pero, no, la suma de los dígitos no es 20 sino 22. Habría que esperar dos años por lo menos para ver si la realidad se empeora poniéndose aún más orwelliana.