Hasta el 2014 no había visto librerías de uso más grandes que las de La Habana. Con algunas tenía una relación familiar y cómplice, en el sentido de que se hicieron frecuentes en mi camino durante la etapa universitaria y lo siguieron siendo después. En cada viaje a la capital había un día de peregrinación a esos pequeños sitios negados al derrumbe como tantos edificios.
Para los estudiantes universitarios, al menos para algunos de mi grupo de Periodismo, uno de los entretenimientos era irse hasta cualquier puesto donde se pidieran comprar libros. Hubo un sitio cerca de 3era y F. Había un librero al lado del Yara. Otro, en un portal de 23. Tendían los libros en mesas o los colocaban en estantes.
Gustábamos pasar el tiempo en sitios cerrados como 25 y 0. Allí dentro el ambiente solía ser algo más fresco gracias a unos ventiladores. Siempre amplificaban música, que podía ser Radio Enciclopedia. Entre cientos de materiales didácticos o políticos se concentraban joyas de la literatura universal. Había veces que uno salía con títulos prohibidos, obras de Vargas Llosa, Cabrera Infante o Reinaldo Arenas, por ejemplo.
Digo yo “prohibidos” porque no circulaban y apenas se mencionaban sus autores entonces en la radio, la televisión o alguna parte; pero al ser estas instalaciones del Estado, al tenerlos ellas allí y cuidarlos como diamantes, la etiqueta queda más o menos imprecisa.
También íbamos a La Avellaneda, situada en la calle Reina, en una zona de La Habana que aun con su caos y su ruina a mí me gusta mucho. Me recuerda los días en que conocí La Habana entrando en la adolescencia, y también me hacía fantasear con la ciudad que va desapareciendo, esa que exhibe el nombre de sus negocios en las losetas del piso, la de bares de estanterías fabricadas con madera preciosa, un lado de la ciudad donde la criolla arquitectura es como su gente, orgullosa y digna en la necesidad.
Comprar libros de uso nos permitía encontrarnos con títulos que ya no se publicaban en Cuba o autores que nunca se habían publicado. Había ejemplares que lucían nuevos mientras otros parecían anteriores a la imprenta de Gutemberg. Conozco personas a las que les desagrada un libro de uso tanto como vestirse con ropa usada. Temen el pasado que fue, o lo que pudiera quedar de este invisible en sus páginas.
Personalmente, he dado con revelaciones. Hay libros donde, además del contenido que se nos anuncia, por el cual tal vez lo buscamos, guardan ideas y develan autores impensados. Un lector con un lápiz en mano puede ser tan creativo como el que escribió.
Tengo un título de García Márquez cuyo propietario de antes refutó cada uno de los párrafos escritos por el Nobel, casualmente en su texto para agradecer el premio Nobel. Es una lástima no tenerlo a mano para ejemplificar con sus criterios, que además de plasmarlos con tinta indeleble firmó para que no quedaran dudas de su existencia. Traté de encontrarlo incluso, sin resultados. Un libro así en verdad contiene dos. Como los que llegan con frases marcadas y hacen que tus ojos se fijen primero en ellas, condicionándote el camino.
También algunos llegan con dedicatorias, breves, extensas, cursis, formales, elementales, ingeniosas o intensas hechas a personas que espero no fueran tan desagradecidas como para desprenderse de semejante regalo.
Tampoco uno conoce qué condiciones hacen que una persona se deshaga de un libro. Hay bibliotecas que van íntegras a los contenedores de basura a causa de una muerte. Libros en grupo llegan hasta las librerías de uso porque sus propietarios buscan espacio o se ven en la necesidad de conseguir algo de dinero. Yo he visto libros arder sólo para mantener una concina encendida, para cocer un discreto café en los peores años de crisis.
Conservo la costumbre, sea cual sea el lugar al que llego, de pasar siempre por las librerías; y si son de libros usados, mejor. Si alguien dijo que cuando uno se dispone a adquirir un título cualquiera, debe elegir justo el que está al lado, yo digo que he llegado a quedarme con un ejemplar por los comentarios extras que puede contener. La reflexión escrita al margen de un libro, en una circunstancia que tampoco sabré, genera en mí curiosidad.
“Recuerdos de una sola persona, olvidados definitivamente, ¿existen o no?, ¿han existido o no?”, dijo Borges, y lo anotó Bioy Casares en un libro (De jardines ajenos) donde recoge centenares de frases que a lo largo de su vida le llamaron la atención. Ninguna fue escrita sobre las hojas de un libro por impulsos de sus propietarios, definitivos o coyunturales.
Excelente artículo, muy humano.
Magnífico título. Magnífico contenido. Reivindica al libro usado y honra a sus lectores. Muchas gracias