Sesenta años después de publicado el libro Rayuela, novela evidente de Julio Cortázar, la Biblioteca Nacional argentina abrió una muestra con objetos que permiten comprender parte del proceso de escritura seguido por el autor.
O eso pensé yo cuando lo leí de repente en las redes; imaginé una muestra con decenas de ejemplares del libro, fotografías y manuscritos. Supuse una gran exhibición con muchas vitrinas, mesas y cuadros. Había ocurrido incluso una lectura de varios capítulos del libro, a la que yo no pude asistir.
La primera vez que estuve en la Biblioteca Nacional, en agosto de 2014, fue casualmente por una jornada en homenaje a Cortázar. Allí encontré a muchos escritores de los que sólo había tenido referencias hasta ese momento por obras o entrevistas leídas en suplementos como “Radar”, de Página 12, o “Babelia”, de El País.
Alguno de ellos sorprendieron al oído del recién llegado, pues durante sus intervenciones mencionaban a autores cubanos y contaban anécdotas relacionadas con la isla.
Fue el caso de Gonzalo Celorio, que habló de Lezama y del autor de libros de cuentos como Bestiario. Sabemos de esa amistad gracias a aquellas famosas fotos de Chinolope, por ejemplo. Mario Gologoff estaba por publicar su biografía de Cortázar en la isla, y eso dijo. Hasta Néstor García Canclini se me cruzó delante.
Me asombraba toda aquella gente hablando del sitio del cual había llegado, e hice lo que correspondía: traté de entrevistarlos, pero cuando aquel día les mencionaba la palabra “Cuba”, entonces sí que se complicaban las reacciones. “Es un tema difícil”, me dijo Canclini. Y si lo era para él, que es un teórico, imagínese para los demás.
El póster de ese evento mostraba una imagen de Cortázar, creo que tomada por Sara Facio, correspondiente a la época imberbe del escritor. Mira a la cámara con un cigarro apagado entre los labios. También hacía frío aquel agosto, pero el día era luminoso y espléndido. No como ahora: día gris, temperatura bajo los 10 grados. Llovizna. “Mufa”, pensé.
Al salir del edificio y enfrentar la acerca entripada, sintiendo sobre mi paraguas el leve peso de la llovizna, me había venido a la mente el término con el cual el propio Cortázar describió alguna vez cierto tono de su libro antes de publicarse.
Acababa de leerlo en un texto editado por Alfaguara en 2012. La atmosfera del libro era descrita como de “pobre, conventillo, día nublado, mufa”. Así lo explicó Cortázar al editor Francisco Porrúa, trazando una analogía para explicar cómo imaginaba el dibujo de la rayuela que debía cubrir la portada. La carta es del 13 de marzo de 1963.
Ya en la Biblioteca subo del primero al tercer piso, del tercero vuelvo al primero. Uso el ascensor y las escaleras, las escaleras y el ascensor. Los guardias de seguridad desconocen de la expo y me envían a la plaza exterior del lugar, que se llama Rayuela. Llueve. Hace frío. Mufas. Les explico, insisto. Se llaman por los intercomunicadores. Pronto tengo delante a cinco trabajadores de la Biblioteca, y todos intentan dar con la exposición misteriosa, porque nadie sabe de su existencia.
Al final, una chica deduce que se trata de una pequeña muestra que se exhibe en la Sala del Tesoro, en el tercer piso. No hay ninguna clase de avisos y por eso la confusión. Me señalan una puerta discreta que, en verdad, oculta una amplia sala con mesas y estantes. Debo dejar mis cosas en un locker.
Mi mochila se queda en el número 116, algo que me parece insignificante hasta que encuentro dentro de dicha sala un ejemplar de la primera edición de Rayuela, abierta en la página 544, capítulo 116. “Como el espacio donde dejé mi mochila”, me digo asombrado e ingenuo.
Lo otro que llama la atención es un cuaderno de trabajo donde Cortázar escribía fragmentos de su libro. También hay un disco de la editorial Laberinto, y una edición traducida al croata.
En otra de las cuatro vidrieras que componen la muestra hay manuscritos desechados del libro. Estos que se pueden observar se titulan: “Diatriba contra los extranjeros petulantes en París, especialmente los hispanoamericanos”. Por alguna razón anoto una de las frases: “Buscamos cafés donde estamos seguros que no encontraremos compatriotas o sus aledaños geográficos”.
La exposición es decepcionante. Al menos, no tiene las dimensiones que me había imaginado. Me he enfrentado al mal clima en vano. En vano cargué con una cámara fotográfica; no me permiten fotografiar, a menos que solicite el permiso con tiempo. Por suerte aquí no nieva. Nada de ventiscas.
Lo único bueno de esto es que he vuelto a mover del librero la edición que tengo de Rayuela. En verdad tengo dos, pero la más valiosa para mí, en materia sentimental, es aquella que editó Casa de las Américas en 1969. Lleva prólogo de Lezama, escrito un año antes. Escribió imágenes como esta: “Rayuela puede ser el crujir de la distancia en el punto ausente, la semejanza y la indistinción frente al suceso, pero prefiere bailar rotando en el tambor que rueda como las manecillas del reloj”.
El propio autor se sentía “abrumado” ante la “ambición de su libro”, según había escrito en otra misiva a Porrúa. Y confiesa que durante las revisión de las pruebas de galera había estado a punto de acortar o suprimir algunos capítulos, algo que finalmente no hizo por entender que quien pensaba en suprimir era el “hombre viejo” que habitaba en él, o sea, el sentimiento de una reacción estética, literaria, “una reacción en nombre de ciertos valores formales que hace la gran literatura”.
Cortázar se había pasado la primera quincena de diciembre de 1962 enviando cartas en las que comunicaba que lo habían invitado a Cuba precisamente para que formara parte del jurado de Casa de las Américas, pero que no estaba convencido de hacer el viaje en avión sin antes leer las pruebas de galera de su novela.
De viajar, corría el riesgo de un accidente, ante lo cual dejaría las prueba de su próxima novela por revisar y la idea no le agradaba ni un poquito. Por suerte, hubo revisión, viaje y novela.
Voy al capítulo 116: “Una nota con lápiz casi ilegible: ‘Sí, se sufre de a ratos, pero es la única salida decente. Basta de novelas hedónicas, premasticadas, con psicología. Hay que tenderse al máximo, ser voyant como quería Rimbaud. El novelista hedónico no es más que un voyeur. Por otro lado, basta de técnicas puramente descriptivas, de novelas ‘del comportamiento’, meros guiones de cine sin el rescate de las imágenes’”.