Un día de 1960 los periodistas se acercaron a José Soler Puig para hacerle una serie de preguntas sobre su vida y su relación con la literatura. Fueron tantas las interrogantes, que aquel hombre alto, de rostro alargado y aspecto humilde debió decir: “Es necesario que le hagan a uno tantas preguntas sin importancia”.
Era necesario, claro. No existía mejor manera para explicar su caso. Había permanecido en el anonimato literario demasiado tiempo, aunque escribía desde la adolescencia, dominado por el mismo ímpetu que domina a cualquier otro de su estirpe: un escritor que vive en una provincia, alejado de los principales centros culturales.
Aunque, tal vez no sea exacto decirlo de ese modo, ya que Soler Puig había publicado antes en espacios como la revista Carteles, el magazine cultural del periódico Hoy, la revista Galerías, y Cúspide, una publicación del central azucarero Merceditas.
Escribía desde “que era un muchachón”, según sus propias palabras. Tenía cuentos, relatos y narraciones… Este libro por el cual se le celebraba en 1960 era su primera novela.
Otra vez, conversando sobre la relación con la literatura, sobre su modo de entenderla, explicó que era un “ladrón de ideas”, porque la gente le ponía delante todas las historias que desarrollaba. En la misma obra que lo sacó a la luz, el personaje principal, para él, no era otro que la propia ciudad de Santiago de Cuba, relatada en su “agonía”.
En aquel momento tenía 43 años y había vivido en Guantánamo, Isla de la Juventud, Gibara y Santiago; había trabajado en lugares disímiles como una fábrica de aceite de coco para fabricar jabones; pero, fungió también como billetero, repartidor de pan, fabricante de caramelos, recogedor de café. Todo eso y, de repente, se veía transformado en una relevación.
José Soler Puig era el primer ganador del premio Casa de las Américas en la categoría de novela, con la obra: Bertillón 166.
Alejo Carpentier, quien fungió como jurado junto a Carlos Fuentes y Miguel Otero Silva, dijo haber dado su voto por el libro, porque en la novela se revelaba “un auténtico temperamento de novelista”.
“Con muy pocos personajes —tan pocos que a veces le bastan dos o tres para lograr sus propósitos— nos hace vivir el novelista la tragedia de una ciudad entera en días de terror”, expresó Carpentier, según declaraciones recogidas por Lunes de Revolución en febrero de 1960.
El título de aquella historia había salido de los periódicos, y en sí mismo resulta bastante novelesco. Explicó Soler Puig que durante los años más duros de la dictadura de Fulgencio Batista, un periódico santiaguero burlaba la censura agregándole la frase “Bertillón 166” a las noticias sobre asesinatos.
Alphonse Bertillón había sido un policía y antropólogo francés pionero en la antropometría. Sus técnicas, nacidas antes de la aparición de la dactiloscopia, fueron fundamentales en la criminalística y a los santiagueros les sirvió este nombre para marcar los crímenes de aquella dictadura.
Había estado pensando por unos diez meses esta novela, dijo; Soler Puig la había escrito a mano y luego a máquina. Dos meses le tomó pulirla. El hecho de que hubiera participado en el concurso se debió al ensayista y coterráneo, José Antonio Portuondo, quien tomó la iniciativa de enviarla. Ambos (además de Eliseo Diego), merecieron el Premio Nacional de Literatura 26 años más tarde.
La edición de Casa de las Américas de este libro cuenta con una simple, pero eficaz portada de J. Herrera Zapata: una flor de sangre se abre camino entre la estructura del título hasta brotar en el espacio vacío.
Hay otro libro de Soler Puig que a mí me gustó mucho más. Se titula El Pan dormido (1975), y también recuerdo las ilustraciones de portada, realizadas por José Pérez Olivares para una edición de tapa dura de Letras Cubanas.
El pan dormido cuenta la historia de “una familia pequeñoburguesa” que se extingue en medio de una crisis durante los años de la dictadura de Gerardo Machado, también emergen las revelaciones del mundo que para un niño suceden desde una panadería, donde el autor, el personaje y la familia aprendieron el propio oficio de vivir.
Recuerdo que después de haber leído el libro tuve ganas de conocer a Soler Puig, pero yo era un adolescente poco ligado a los ambientes literarios y apenas había viajado a Santiago de Cuba una vez. Allí, decían, se encontraba inevitablemente el escritor, por quien había aprendido yo de otros escritores, pues solía recomendarlos en sus charlas esporádicas con periodistas.
Recuerdo también su imagen en un libro con entrevistas (¿Quiénes escriben en Cuba?) a escritores, donde se incluye una conversación con Soler Puig. Aparece sentado, posiblemente, en el parque Céspedes. Para entonces también era un reconocido escrito radial, de donde salieron muchas de sus obras.
A Bertillón 166 siguieron, además, En el año de enero (1963), El derrumbe (1964), El caserón (1977) y Un mundo de cosas (1982); esta última, “la mejor novela que he escrito”, según comentó una vez. También Bertillón… fue llevada al cine por Rebeca Chávez, que tituló su adaptación: Ciudad en rojo (2009).
Entre las anécdotas de este narrador, recuerdo aquella referida a sus comienzos: se había trazado la meta de escribir un cuento diario, y, logradas unas cuantas decenas, quemaba el conjunto para escribirlos de nuevo.
“Escribir es tan duro como dar pico y pala y yo sé lo que es eso, pues he dado pico y pala. Hay que sudar mucho y físicamente uno se agota. Muchos no le dan valor al trabajo sino al talento y eso es falso, pues si no se trabaja no hay talento que valga”, dijo.
Poco antes de su fallecimiento, en 1996, dicen que le preguntaron si temía a la muerte. Entonces fue tajante: “La muerte no es un castigo; la muerte es el fin del castigo que es la vida”.