Como buena parte de los curiosos de este mundo hace unos meses vi el documental Pretend It’s A City cuyo título hispano es Supongamos que Nueva York es una ciudad, de Martin Scorsese. Aquí se nos presenta a una escritora neoyorkina como guía generosa de esa urbe tantas veces vista y cantada, imaginada y deseada; aunque, algunos no han apuntado con razón que, más que al lugar en sí mismo, ella, Fran Lebowitz es el tema del documental.
El primer capítulo comienza de la siguiente manera: el plano donde una orquesta sinfónica comienza a tocar el “New York” de Alfred Newman y luego otro donde se ve el letrero del hotel Empire al revés mientras los autos pasan de fondo a ritmo levemente acelerado. Seguido, de cara a un teatro colmado, encontramos a la escritora haciendo lo que más le gusta hacer: responder a las preguntas que lancen desde cualquier zona del público.
“Es algo que puedo hacer sin ningún esfuerzo, mi máxima en esta vida. Me lo paso bien hablando, pero lo único que realmente odio es llegar al sitio. Realmente siento que me deberían pagar por ir, no por hablar. Cada persona en el mundo que se sube a un avión debería de recibir un cheque. No me puedo creer que te cobren por esa experiencia”, dijo en 2011 para El País Semanal.
Del auditorio donde a cada frase suya saltan risas individuales o de grupo se pasa a una de las calles donde camina lenta como si le pesara, torpemente como una niña enojada mientras otra vez la música de Alfred Newman nos recuerda que Marilyn Monroe también se paseaba por esas calles, aunque ahora veamos a una mujer con el cabello dividido por una raya al medio, los ojos ocultos por unos espejuelos de sol, una inmensa bufanda y un gabán que le cubre hasta las rodillas.
Antes del documental no creo haber reparado en Lebowitz, nacida Nueva Jersey, en octubre del 50. Tampoco antes enfrenté ejemplos de su literatura, desplegada hasta la fecha en unos pocos libros y en la promesa sin cumplir de otros que no salen y no termina porque los tiene atragantados, de lo cual se aprovecha, porque su personalidad es el objeto tan o tal vez todavía más interesante que lo que nos cuenta en sus páginas.
Irónica, desenfada, humorística; sus salidas de tono y anécdotas como esa de que algunas veces se ganó la vida conduciendo taxis en la ciudad que habita son motivos suficientes para romper la barrera y buscar algún libro suyo. Es un buen día para hacerlo. He vuelto a tener delante la imagen de esta mujer gracias a varias entrevistas publicadas en distintas partes del mundo. Miro en las plataformas de venta online, y bueno, aparece un título.
Lo ha publicado Tusquets. Es una de sus novedades de junio: Un día cualquiera en Nueva York. “Su prosa, ahora reunida, es un compendio del humor más refrescante y mordaz que se haya leído en décadas”, avisan. Dicha editorial ya había presentado hace años, muchos años (1984), Vida metropolitana y Breve Manual de urbanidad, pero ahora se aprovecha de la popularidad en la que ha caído mundialmente la autora, en el interés que ha despertado su estilo, para renovarnos esa literatura, ese periodismo, ese licor del sarcasmo.
Para mí fue raro recorrer una ciudad populosa en medio de una pandemia; pues, la serie, en su primera temporada de siete capítulos, fue estrenada a principios de año, con el coronavirus rebrotando en cada ciudad del mundo y todavía con el recuerdo de contenedores refrigerados repletos de cadáveres a causa de la pandemia en Brooklyn.
Tengo un amigo en Nueva York, taxista no como el que De Niro encarnó para Scorsese en 1976. Espero que no. Por esos días me describía aventuras manejando para Uber y desventuras al hacerlo y no poder hacerlo en una época cada vez más enloquecida por el virus. Le dije: fíjate por si la vez. Lebowitz caminaba y caminaba y ahora mismo ha dicho:
“Camino por Nueva York como medio de transporte. Camino para llegar a lugares. Pero durante la pandemia, no había lugares adonde ir. En los primeros 10 días, cuando la ciudad estaba completamente cerrada, di una caminata muy larga y fue impactante para mí. Crucé la calle 25, subí por la Quinta Avenida, crucé la calle 42 y bajé por la Séptima Avenida. Pasando la Biblioteca Pública de Nueva York, Times Square, el Empire State Building, Penn Station, Macy’s.”
“Cuando llegué a la biblioteca, me sorprendió mucho ver las puertas cerradas. Sabía que estaba cerrado, pero nunca había visto esas puertas cerradas durante el día. Estaba conmocionada y furiosa. Como, “¿Qué te pasa, biblioteca? ¡No puedes cerrar!”
“Y noté algo que solo noté una vez más en toda mi vida: podía escuchar mis pasos en la acera. Salí a Nueva York por la noche después del 11 de septiembre de 2001 y escuché mis pasos. Y, por supuesto, me recordó eso. Como todo el mundo, creo que Nueva York es demasiado ruidosa, pero he aprendido que cuando está tranquilo, hay muy malas razones para ello”, apuntaba para The Grap.
Mi amigo, cubano en New York como tantos otros, no se ha topado con Lebowitz, pero jura que abrió los ojos mucho más desde que supo de ella por la serie. Tampoco la conocía aunque es gran lector y se la pasa cazando librerías en la ciudad.
El último de los episodios de este material que le debemos a Scorsese, y donde se habla del transporte, del sistema de salud, de arte y política en Nueva York, se centra en las bibliotecas.
“La lectura es un gusto”, dice y enseguida se pone a recordar edificios donde viejas librerías resisten la tentación de la modernidad y de otros que dieron cobija a algunas clandestinas, como la situada en un quinto piso especializada en literatura comunista. Ella fue, compró, leyó, pero no quedó muy complacida. “El comunismo no funcionó por sus malos escritores”, dice sarcástica. Y: Brush up your Shakespeare,/ Start quoting him now./ Brush up your Shakespeare /And the women you will wow.
En otra escena, conversa con la escritora Tony Morrison en La Biblioteca Pública de la ciudad. La Premio Nobel, según Lebowits, le reprochaba que en sus libros ella se dirigiera al lector de una forma poco amable, llamándolos de “tú”, cuando debería escribir pensando en un “nosotros” para invitar a la lectura, a lo que Lebowits responde: “Pero yo no quiero invitar al lector”. “No soy anfitriona. Soy un fiscal”.
Así es esta mujer, que sin embargo, mostrándose como es, seca, irónica, cortante y “antigua” invita a conocer su obra y seguir aprendiendo de la ciudad que habita. Ya lo sé, toda ciudad tiene su escritora mordaz que nos hace la estancia más amena en ella y echa leña al fuego de su trascendencia, pero toda ciudad no es Nueva York y tampoco todo anfitrión se llama Fran Lebowits; así que, como soltaba Pérez Prado: ¡Juuuu!, que es también este uno de los aportes de la serie: la música que usa, y por ella tenemos “al viejo” y “su mambo” recordándonos que Nueva York tiene también un poco de todos los que jamás hemos estado en ella.