Atardecer en La Habana. La familia ha estado reunida. Alguna taza de café no ha encontrado las manos que la lleven hasta la cocina; las voces de los vecinos compiten con el televisor encendido. La abuela y el primo que vino hace poco de su pueblo ven con entusiasmo Palmas y Cañas. Los demás lo atienden solo a medias, andan a caballo entre asumirlo como propio o desentenderse para legitimar su condición de citadinos.
El muy veterano programa ha cumplido una hermosa función pero quienes amamos el llamado “punto guajiro” y, sobre todo, el formidable arte de las controversias o duelos poéticos a base de la décima cantada, es una sombra de un mundo rico y de larga tradición.
La costumbre de juntarse en una canturía o guateque para improvisar décimas nos viene de España. Vicente Espinel cuajó la forma definitiva de la estrofa y los investigadores hablan de un regalo más de nuestros abuelos canarios. Uno de los fundadores de esta palpitante tradición definía la décima como una viajera peninsular que se aplatanó con firmeza en nuestra tierra.
Se trata de una creación artística que continúa la milenaria tradición de la literatura oral. Nos olvidamos que la palabra impresa es cosa reciente. El tipo de punto –espirituano, libre, cruzado– es importante. También el encanto de la tonada del improvisador. Pero la gracia de una buena controversia es, sobre todo, la invención literaria. El creador escribe en el viento diez octosílabos de rima rica y complicada. La pausa del cuarto verso es de lucimiento musical, segundos de pensamiento para que el poeta siga en su faena ante un público conocedor que lo aplaudirá en rotundo final, y –en ocasiones especialmente felices– desde que ataque el momento decisivo, el “puente” entre las dos redondillas, localizado entre el verso sexto y el séptimo.
Un momento culminante de la fiesta entre los cantores y sus seguidores son los “pies forzados”. Se lanza el verso final y el poeta debe cerrar así su obra compuesta al instante y delante de todos.
Para acercarse a la historia de la décima cantada, a los detalles de su fisonomía, ahí están los libros de la sabia María Teresa Linares. Un precioso resumen audiovisual se encuentra en el documental de Octavio Cortázar, Hablando del punto cubano.
La popularidad de los poetas improvisadores se localiza en la arrancada de la década de los cuarenta del pasado siglo. Por entonces Joseíto Fernández narraba los sucesos de cada día con una música que se dio en llamar Guantanamera. Antes de que Pete Seeger le confiriera pasaporte universal y épico, el cantor popular utilizó la tonada durante años para asuntos más inmediatos y domésticos.
Son muchos los nombres a los que debe la décima cubana su mayoría de edad. Entre tantos, Naborí, cantor, poeta elegante también en su variante escrita; Justo Vega, fundador y, junto a Adolfo Alfonso, toda una leyenda en los mejores atardeceres de Palmas y Cañas.
En las últimas dos décadas no puede dejarse fuera el nombre de Alexis Díaz-Pimienta. Su Teoría de la improvisación es un libro que junta investigación detallada y la propia práctica del poeta que teje rimas desde su infancia. Alexis ha sido uno de los primeros que ha logrado romper el esquema de que la décima cantada es un arte únicamente para gente de campo. En una célebre controversia, su contrincante cantaba al río Mayabeque y Alexis puso por delante su condición de habanero de barrio: “Pero el Mayabeque mío/ es una zanja del Diezmero/ que ni yo porque la quiero/ me atrevo a llamarla río”.