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En su carnet de identidad se lee bien claro el nombre que le pusieron sus padres: Etleberth Moxam Ebanks. Él nació en Cuba, en La Isla de la Juventud, cerca de La Victoria. Su padre Howard nació en Jamaica y su madre Effie nació Caimán Grande. A la gente como él le dicen pichón de caimanero.
En el tiempo de sus padres, de Caimán viajaban barcos hasta la Isla. Ellos le contaron que los caimaneros venían a hacer negocios. Traían pescado, puré, harina, papas y se llevaban los barcos llenos de cocos. Porque allá se usa mucho el aceite de coco para cocinar y para otros usos medicinales y cosméticos.
Sus padres se conocieron en Caimán y vinieron en el año treintipico. Él nació en la isla de los cocos y después se fueron para Jamaica hasta que se aplatanaron definitivamente en Cuba en la década del cuarenta, cuando él tenía 7 años. Sus padres murieron en La Isla de la Juventud, donde encontraron otro mar que los abrazó durante toda la vida.
Él ha vivido 91 años orgulloso de ser un pichón de caimanero, pero se cambió el nombre para que los cubanos lo pudieran pronunciar bien. Solo sus padres lo siguieron llamando por su nombre de nacimiento. Todos en Patria lo conocen como Heriberto, el caimanero.
Yo me senté junto a Etleberth en su portal y conversamos de nuestros hijos, de las distancias que nos separan de seres queridos, de la vida en general. Me contó sobre su primera esposa Luna Rivers y su segundo matrimonio con Evadnie Cleghorn y sobre los siete hijos que ellas le dieron. En un momento de silencio, en el que los dos nos quedamos mirando un zunzún revolotear sobre el marpasífico, él me dijo: “En esa casita de ahí enfrente vivía el gran Capitán Lawton. ¡Es una lástima que ese hombre se haya muerto!” ¡Como si los grandes hombres pudieran ser eternos!


Roberto Sánchez Bartelemy tendría hoy 102 años. El Capitán Lawton nació en Santiago de Cuba, tenía apodo de barrio habanero y se hizo imprescindible en La Isla de la Juventud. Heriberto me contó que El Capitán peleó junto a Fidel en la Sierra, junto a Camilo en la columna invasora hasta Yaguajay, y junto al Che en África. Visitó por primera vez la Isla de Pinos en el año 1959 como jefe de la escolta de Camilo y luego regresaría en el año 1976 para quedarse y hacer una familia. Era un hombre sencillo, de voz ronca, con un carisma extraordinario al que los pineros admiraron con pasión.
Heriberto vivía en La Demajagua y ya se dedicaba al injerto de cítricos cuando el Capitán Lawton lo fue a buscar. “Él me dijo: tengo dos casas y te voy a dar una porque te quiero tener cerca de mí.” Sin pensarlo mucho se fue a vivir a Patria justo al frente del Capitán, que era el jefe de Cítricos y Caballería en toda la Isla. “El plan que él tenía era sembrar mil caballerías de cítricos y como yo hacía injertos y además enseñaba a la gente a hacerlos, él me necesitaba.” Aún recuerda la fecha exacta en la que se mudó para Patria, el 7 de agosto de 1970.

Heriberto comenzó a trabajar en viveros antes del Triunfo de la Revolución y luego pasó a Forestal y Frutales. En aquellos momentos recuerda que había un plan de maderables para construcción: pino, casuarina y majagua. Y otro de plantas medicinales y forestales. Recuerda cómo tenía ir hasta la Costa Sur para sacar las semillas de los árboles que luego plantaría en muchos lugares de la Isla.
Después de 1959, además de ser un buen injertador, Heriberto se convirtió en un buen maestro. Enseñó a decenas de hombres y mujeres a la orilla del camino, en un surco, o debajo de una mata. Él tenía un grupo de 14 hombres a los que les traspasó todos sus conocimientos y a cada uno les encomendó 20 mujeres, para que los enseñaran a injertar. En la Isla había mujeres movilizadas de diferentes partes de Cuba y él las enseñaba. Recuerda que los primeros momentos fueron duros, pues algunas jóvenes lloraban cuando se cortaban. Él les decía: “Te cortaste, mi amor, pues tienes que cortarte cien veces para ser una buena injertadora.” Así les enseñó, entre la ternura y la dureza de un buen maestro.
Él vive orgulloso de los árboles que sembró, pero le da más orgullo ver crecer los árboles que sembraron los hombres y mujeres a los que él les enseñó.
Mi madre me hace los cuentos de las sesenta y pico de escuelas al campo que se construyeron para que los estudiantes atendieran las plantaciones. Mi abuelo Aemir fue jefe de lote del Pre Maceo y dirigía con mucho empeño el cuidado de las toronjas en la escuela. Cuando se murió de cáncer en los huesos, le pusieron su nombre a una brigada de producción citrícola en la misma escuela.
Mi mamá iba a trabajar a los toronjales con ocho meses de embarazo y cuando y nací, en el año 1988, había más de doce mil hectáreas dedicadas al cultivo de cítricos en toda la Isla. El cultivo de la toronja no solo era un renglón de exportación, era parte de la cultura pinera, era una pasión compartida entre toda la gente que vivió la magia extraña de aquella época. Muchos extrañan el Festival de la Toronja, al que iban personas de toda Cuba. Con 37 años que tengo, la toronja sigue siendo mi fruta favorita, aunque es más difícil de conseguir que una manzana.
Hace unos días, Guillermo Proenza, un antiguo compañero de mi madre, la contactó luego de mucho tiempo y envió por WhatsApp una foto de aquella época. Estaban en un trabajo voluntario en la construcción de un combinado citrícola. Era una de las tareas de choque de la UJC y ellos la cumplían con entusiasmo y convicción.

¿Qué pasó con el cítrico? Es la pregunta que mucha gente se hace cuando visita la Isla. Unos afirman que con la caída del Campo Socialista y la llegada del Período Especial la producción descendió bruscamente y no se ha podido recuperar nunca más, a pesar de los planes para replantar algunas áreas. Alrededor de la extinción del cítrico en la Isla hay teorías conspiratorias y leyendas populares que conocimos en los días que estuvimos hablando con gente diversa. Unos dicen que fue el cáncer cítrico, que trajo un árabe avaro en las semillas porque Cuba no le quería pagar lo prometido. Entonces el tipo dijo: “¡Ah! ¿no me van a pagar? ¡Los voy a joder!” Otra gente piensa que no había dinero para el control de plagas y que las plantas se enfermaron por falta de vigilancia. Hay quien piensa que fue un sabotaje interno y otros afirman que los americanos nos metieron la enfermedad del cítrico en los campos para tumbar la Revolución y que en treinta años no se podía volver a sembrar.
Etleberth Moxam que trabajó en eso toda su vida, bajo las órdenes del gran Capitán Lawton dice que: “¿Por qué no hay cítrico? Porque se abandonaron. Porque vinieron los israelíes a la Isla a dar órdenes contrarias. Yo lo dije en una reunión con mi Capitán Lawton que no estaba de acuerdo con nada de lo que ellos decían. Que eso era en su país, pero que aquí las cosas eran distintas.”

Él me explica cómo tenía que hacer miles de posturitas, trasplantarlas en bolsitas y deshijarlas para llevarlas al campo. A los dos o tres meses ya crecían. “Aquí se trabajaba de día y de noche.” Me cuenta que cuando uno iba por la carretera se veían los campos llenos de toronjales, luego se exportaban las toronjas y se veían los barcos irse de la Isla cargados con los frutos de tanto esfuerzo.
Gracias al furor del cítrico se fomentó la apicultura en la Isla, para que las abejas realizaran la polinización de las plantas. Ya no quedan frondosos toronjales, pero sí se pueden ver las colmenas desde la carretera. Ya no hay cítricos en la Isla, pero quedan hombres como Heriberto que fueron los protagonistas de aquella hazaña. “Mira cómo está todo ahora, si mi Capitán Lawton estuviera vivo, las cosas serían diferentes. Imagínate si ese hombre era grande que le cortaron las piernas y estuvo trabajando hasta el final.” Dice Heriberto que, cuando había reuniones importantes con “gente grande de La Habana” al Capitán Lawton le decían que se fuera a cambiar de ropa porque él siempre estaba en el campo y a las reuniones aquellas iba directo del toronjal, lleno de fango como un auténtico líder de la agricultura.
“Él me pidió una parte de mi propiedad para hacer un parquecito para los niños y yo se la di, era lo único que podía hacer por él.” Hoy los niños juegan en el parque que mandó a construir el Capitán Lawton en el terreno que le regaló Heriberto, que antes se lo había otorgado el propio Capitán para tenerlo cerca.


Ha estado en Islas Caimán varias veces, tres de sus hijos viven allá, pero “no hay lugar como Cuba” dice, “a mí no me falta nada aquí. Mira los árboles que tengo…” Sus hijos le garantizan todo y tiene a Sol, una cuidadora especial que lo atiende y lo lleva a sus caminatas matutinas todos los días. Tiene también la compañía de su nieto Richard y el cariño sincero de todos sus vecinos en Patria. Sin embargo, los árboles son su compañía para el corazón.

Oliver le dio a Heriberto unas ramitas secas y le dijo: “Esto es para que siembres en tu patio.” Le contamos que las recogió en la entrada de la Finca El Abra. Y Heriberto respondió: “Esos árboles los sembré yo”. Mis dos hijos se asombraron y yo adoré el gesto ingenuo de Oliver.
El caimanero pasa los días sentado en su portal viendo las flores y los zunzunes. Se entretiene mirando a los niños jugar en su parque y subirse en los árboles que plantó. Pasa horas mirando la casita del Capitán Lawton y recordando los tiempos aquellos en los que eran grandes hombres los que echaban a andar la rueda de la Historia.















