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Este es el primero de varios textos sobre nuestro viaje a la Isla. En ellos mostraremos lo que vimos allí; no hablaremos de la realidad cotidiana de los pineros, solo recrearemos en textos y fotos la experiencia de un viaje de 15 días lleno de emociones, de reencuentros con la memoria familiar. Un viaje de descubrimiento y amor, una suerte de novela de aprendizaje en la que nuestros hijos vieron muchas maravillas.
Escribo llena de gratitud y pido prestado ese “sentir pinero” para hablar de la Isla y su gente.
Yo pude haber nacido en Santiago de Cuba, pero nací en la Isla de la Juventud. Hace 37 años, mi mamá me sacó del hospital Héroes del Baire, envuelta en un trapito blanco. Tenía la cabecita perfectamente redonda, típico de los bebés que nacen por cesárea.
Dicen que los niños de parto natural son más fuertes y resistentes, por todo lo que tienen que luchar en el canal de parto. Creo que yo me hice fuerte desde antes de nacer, porque mi mamá se metía en los toronjales conmigo en la barriga. Y cuando tenía como dos o tres años, me llevaba a las vaquerías donde ella tenía que dirigir brigadas de jóvenes militantes.
Mi mamá llegó a la Isla en el año 1975 y mi papá en 1981; como tantas personas en aquella época, fueron a entregar a esa tierra hermosa todo su entusiasmo y su amor a cambio de una casa nueva, en una Isla joven. Pero ese trueque no fue tan simple, pues la Isla no solo les dio casas a muchos jóvenes de diferentes partes de Cuba que fueron a trabajar allí. A mis padres les dio la posibilidad de enamorarse en un contexto en el que todo parecía posible. La Isla les regaló el sueño de que la Revolución era el camino hacia la felicidad.
Mis padres se hicieron maestros allí, se casaron y soñaron conmigo desde el primer día en que se besaron tímidamente en el balcón. Trabajaron muchísimo, día y noche, todos los días de la semana. Pero aún les quedaba tiempo para amarse y así me engendraron, entre reuniones de la UJC, trabajos voluntarios, marchas, actos culturales, vaquerías, escuelas internacionales, programas de radio y mucha gente buena que nos acogió como familia.

Me fui de la Isla a los 5 años y nunca había regresado. Este verano planificamos un viaje familiar. Nos embarcamos en el Ferry Perseverancia: mi esposo Jorge, mis hijos Diego y Oliver, y yo. Aunque solo nosotros íbamos a cruzar el mar, llevábamos un “plan de trabajo” elaborado por mi madre que incluía una veintena de lugares, y como anexo llevábamos cuatro hojas de contactos de personas que, en su mayoría, no conocíamos. Teníamos tres copias impresas del itinerario al inicio del viaje. En cada una de ellas tuvimos que hacer tachaduras y anotaciones, porque fueron surgiendo lugares nuevos y otros a los que no pudimos llegar.
Con nosotros también viajaban, espiritualmente, otras personas de la familia, como mi tía La China y mi hermano Sandor, quienes nos encargaron buscar a algunos amigos, ir a lugares, vivir por ellos un retorno al lugar donde fueron tan felices. Algunos amigos, como Guillén, Mary y Santiago, desde diferentes partes del mundo, también nos acompañaron en la aventura de forma virtual y nos abrieron el camino, que para nosotros era nuevo y deslumbrante.

A donde quiera que llegábamos, me presentaban como la hija de Isabel Hamze y Cerviño, aquellos dos muchachos que habían sido Primera Secretaria de la UJC y Director de la Emisora. Increíble, pero a mis padres los conoce todo el mundo en la Isla.
Amigos de toda la vida y también conocidos de la época de efervescencia revolucionaria nos esperaron allá, en una Isla diferente a la de los años ochenta. Pude reencontrarme con los mejores amigos de mi papá: Charles y Consuegra. Brindé con Carlitos el Loco, amigo y familia, antiguo chofer de mi mamá y el primer hombre que me cargó cuando nací, porque mi padre estaba en Nicaragua en una misión de guerra. Visitamos a los amigos de mi hermano, a los vecinos que tuvieron mis padres y mis abuelos, conocimos gente nueva y nos enamoramos de otra parte de Cuba.

La gente nos pregunta cómo resolvimos el pasaje. Pues a través de una tránsfuga buenagente que se pasó casi un mes intentando conseguir cuatro pasajes en la aplicación. Cuando por fin lo logró, le transferimos un montón de pesos, que no íbamos a gastar en lujos de viaje, pues nos íbamos de mochileros patisucios.
Allá en Gerona nos quedamos en la casa de Santiaguito, amigo de mi madre desde los años gloriosos y actualmente su fiel compañero de reflexiones políticas cruzadas por WhatsApp entre La Habana y Salta, en Argentina. Gracias a su generosidad, no tuvimos que pagar alquiler y pasamos 15 días en un sitio bonito y seguro, familiar y que sentimos como si fuera nuestro. Por pura casualidad, en ese mismo edificio vivió mi abuela Nilda, e intentamos repetir una foto tomada hace 36 años en el jardín del edificio.

Nuestros viajes siempre son de bajo costo, pero mi madre nos puso en el cronograma la visita a restaurantes privados y estatales. Ella, que lo controlaba todo desde la distancia, pensaba que iba a ser más cómodo comer “fuera” que cocinarnos nosotros mismos. Pero le pasó como a Christiane Kerner en Goodbye Lenin.
Ella se fue de la Isla en el año 1993 y allí no había llegado el Período Especial. Salimos de comer pan con jamón en Gerona a tomar sopa de cabeza de pescado en el Distrito José Martí en Santiago de Cuba. Mi madre pensó que la Isla seguía siendo el mismo paraíso de abundancia y puso en nuestra lista de lugares un montón de restaurantes que, obviamente, no podíamos pagar. Así que compramos calabaza y habichuelas en un puestecito en la calle 18. Un amigo nos ayudó a comprar unos pescados y nosotros, desconfiados y a escondidas de mi romántica madre, nos habíamos llevado una jaba con arroz y otra con frijoles. También habíamos agarrado unos pomitos de aceite, sal y vinagre, un naylito con café y un poco de azúcar prieta.
Sin querer mancillar el recuerdo de mi madre, tuvimos que decirle que la Isla es cara, como cualquier otro lugar de Cuba. Pero también nos dimos cuenta de que es pequeña y cálida como ningún otro lo es. La gente allí nos abrazó y nos sostuvo como si fuéramos algo frágil e importante.

En quince días pudimos ir a muchos lugares. A algunos en la motico eléctrica de Danielito, el primo de Mary; a otros a pie, o en carro medio destartalado y alquilado a mitad de precio. A otros sitios fuimos en carro bueno, gracias a amigos de mis padres, pero la mayoría del tiempo nos movimos en “transporte de la calle”, en lo que se mueven los pineros cotidianamente.
Con nuestros niños de 5 y 14 años hicimos todo lo que podíamos hacer en dos semanas. Paseamos por el Boulevard y por el puente del Río Las Casas. Vimos el casco del barco El Pinero y el tanque de agua que distingue la calle 41. Fuimos a la Academia de Canotaje, al Estadio Cristóbal Labra y a la Escuela de Arte Leonardo Luberta. Salimos a buscar la tumba de mi abuelo al Cementerio de Gerona y al Cementerio Americano a buscar la tumba más antigua. Admiramos la grandeza del Faro de Carapachibey y del Presidio Modelo. Fuimos a Patria, a la Fe, a La Demajagua. Fuimos a la Finca El Abra y subimos una loma gracias a El Camello, que nos sirvió de guía espiritual en el sendero.

Pasamos tres días en el Hotel Colony, una cortesía de los amigos Guillén y Mary, que desde Islas Caimán patrocinaron parte de nuestra aventura. Convivimos con una familia en Cocodrilo, gracias a Consuegra, nuestro padrino de viaje. Nos bañamos con ducha, con cubo y jarrito, y también en playas de arenas blancas, grises y negras. Me hicieron una entrevista en Radio Caribe, un reportaje para Islavisión, y me dedicaron un programa en vivo llamado “Entre nosotros”, que hace Noel Otaño, dedicado a personas importantes para la cultura pinera. Claro que la importante no era yo, sino mis padres y yo, orgullosa de ser la “hija de…”

Conocimos a muchas personas y descubrimos que en la Isla todo el mundo está enlazado. Conversamos con una heroína, con una polizonte en el barco, con un campesino y un niño músico, con un internacionalista, con unos historiadores y un pichón de caimanero. Tomamos café con un músico que hace Sucu Suco y con una etíope que estudió en una de las escuelas internacionales y se quedó en la Isla para siempre. Vimos hermosos pinares y cotorras silvestres posadas en las ramas. Recogimos caracoles, piedras y una rueda de hierro que le trajimos de regalo a mi mamá.

Llegamos a la Cubana a las 2 de la madrugada, luego de un viaje de más de siete horas en barco. Al otro día, a las 9 de la mañana, hicimos una función de teatro en el Círculo Roberto Rodríguez Llorca, el mismo círculo en el que mi madre me dejaba desde los 45 días de nacida para irse sin mí a los toronjales y a las vaquerías. Ese tenía que ser nuestro primer sitio para visitar con La Vía Láctea, un proyecto que creamos hace más de dos años para la primera infancia, unas amigas artistas y yo.
En esta ocasión, seríamos mis hijos y yo los que jugaríamos y cantaríamos para los niños. Ese fue el gesto más sincero que encontré para presentarme como “la hija de…”, siendo también la madre de Diego y Oliver, enseñándoles de dónde venimos y a quiénes hay que agradecer.

Ese primer día dormimos poco, como lo seguiríamos haciendo porque había mucho por descubrir. Intentamos registrar todo, hacer fotos y anotaciones al vuelo de cada pedacito de la Isla que visitamos. Regresamos a La Habana dos días antes de comenzar el curso, aún con arena negra en la cabeza y fango del Hondón en las botas. Nos ha costado trabajo volver sobre las fotos y reinventar todo lo que vivimos.

Me encantan sus artículos. Rebosan buen gusto, reflexiones acertadas, valores morales. Además creo que usted es una de las personas más agradables que existen, por la forma en que trata los temas. Espero un día conocerla en persona, si me atrevo a hablarle.