¿Puede Israel atacar el sur del Líbano y probar suerte una vez más con Hezbollah? Claro que, en condiciones ideales, puede. Hoy también podría, dicen los sectores más extremistas de su gobierno actual.
A pesar de que no han logrado derrotar a Hamas, y siguen desarrollando en Gaza una guerra de exterminio masivo de la población palestina.
A pesar de los intentos fallidos de rescatar a sus rehenes, lo que ha movilizado grandes manifestaciones contra el gobierno en las calles de sus principales ciudades.
A pesar del daño económico que supone la movilización militar desde octubre.
A pesar del intenso aislamiento internacional, del que solamente lo salva Estados Unidos.
El gobierno de Israel no tiene amigos en la región. Y, francamente, tampoco entre la gran mayoría de los países del mundo.
Pero, a pesar de tantos pesares, atacar a Hezbollah en el Líbano podría tener un atractivo estratégico: involucrar a las tropas de Estados Unidos en el conflicto, y convertirse en una barrera para que Irán no cruce fronteras en apoyo de Hezbollah.
A los dirigentes israelíes puede sonarle como música para sus oídos. Pero, en el caso norteamericano, esa música hace recordar ruidos insoportables. Ya antes Estados Unidos intervino en el Líbano, y la experiencia fue inolvidable.
Una historia poco recordada
Ronald Reagan fue uno de los presidentes más singulares de Estados Unidos. Actor veterano, tenía suficiente magnetismo para conquistar grandes audiencias en el público conservador de su país, lo cual fue bien aprovechado por las élites que movían el poder real de la Unión.
Cuando Reagan tomó posesión, el 20 de enero de 1981, en el Líbano ya hacía casi seis años que se libraba una enredada y sangrienta guerra civil.
Otras veces he señalado que este es uno de los países más pequeños de la zona y el de más complicada política interna, tanto entre los grandes como entre los pequeños.
El enfrentamiento entre libaneses comenzó en 1975 por la explosión de las tensiones entre los sectores más importantes de la derecha libanesa, con el partido Kataeb (“Falange”) de la familia Gemayel en el poder, y del otro lado, las organizaciones palestinas, para las cuales el Líbano era el santuario desde donde libraban su guerra contra Israel.
A las organizaciones palestinas las acompañaba la izquierda política, que reunía al Partido Comunista, el Partido Progresista Socialista del líder druso Kamal Joumblatt —importante figura de la intelectualidad de toda la región— y un numeroso grupo de otras entidades políticas.
Fueron quince años de guerra, donde participaron decenas de organizaciones y de fuerzas de otros países, hasta 1990, en que, finalmente, se llegó a un acuerdo de paz en Taef, Arabia Saudita.
Reagan va a la guerra
Siempre me sorprende cómo, existiendo en Estados Unidos centros de estudios, universidades y personalidades de todos los colores políticos, con importantes conocedores de las problemáticas internacionales y de las interioridades de cada Estado, sea frecuente que en los momentos críticos sus dirigentes luzcan un analfabetismo orgánico.
Fue el caso de sus intervenciones militares en el Líbano.
Había un precedente. En 1958, movimientos que respondían al arabismo encabezado por el presidente egipcio Abdel Gamal Nasser, aliado entonces con Siria, jefes musulmanes y drusos libaneses se rebelaron contra fuerzas de cristianos maronitas. El presidente Camille Chamoun pidió ayuda militar a Estados Unidos.
El 15 de julio de 1958, unos 3200 marines desembarcaron en Beirut para “proteger las vidas de los americanos y ayudar al gobierno del Líbano”. La presencia militar estadounidense permitió que se resolviera la crisis por la vía diplomática y se efectuaran elecciones en el país.
Pero 1982 distaba mucho de ser 1958.
Entonces ya las luchas internas se habían complicado tanto que aun para los conocedores era difícil explicarlas: cristianos contra palestinos, sunitas, drusos y chiítas; drusos contra cristianos, cristianos de una formación contra otra formación cristiana; sunitas contra cualquiera, según indicaran sus jefes; defensores contra enemigos de los sirios y estos contra sus oponentes.
No se trataba solo de las ideologías de cada cual, sino de sus confesiones religiosas y de los encuentros y desencuentros, a lo largo de la historia, de las familias y jefes tribales que lidereaban cada bando.
El acontecimiento decisivo fue la invasión israelí de 1982. Comenzó como una operación limitada contra las fuerzas palestinas en el Líbano, para obligar a la retirada de la dirección de la OLP hacia Túnez.
Estados Unidos decidió enviar tropas, como parte de una fuerza multinacional que compartía con Francia, Reino Unido e Italia, para supervisar esta retirada. Los norteamericanos llegaron en agosto de 1982 para una estancia de solo un mes.
Pero se sucedieron varios eventos de importancia. Producida la retirada de la OLP, Israel llevó su invasión hasta Beirut. El 14 de septiembre, el joven presidente Bachir Gemayel murió en un atentado. En venganza, sus milicias, con apoyo del invasor israelí, cometieron la escandalosa masacre de Sabra y Chatila. Reagan y sus consejeros decidieron incrementar la presencia militar y prolongarla indefinidamente.
“Los funcionarios estadounidenses que enviaron a los marines a Beirut parecían creer no sólo que el problema libanés, como todos los problemas, tenía una solución relativamente fácil, sino que la solución podía entenderse en términos estadounidenses. Los estadounidenses miraron al Líbano, vieron que el país tenía un “presidente”, un “parlamento” y un “comandante en jefe” (¿les suena familiar?) y se dijeron a sí mismos: “Miren, tienen todas las instituciones adecuadas”. El único problema es que estas instituciones son demasiado débiles. Así que simplemente reconstruyamos el gobierno central y el ejército y ellos podrán ser como nosotros”.
Quien recuerda esos momentos es el periodista estadounidense Thomas Friedman, en su libro From Beirut to Jerusalem (ed. Anchor, 1990). Friedman fue testigo de esta historia como corresponsal de The New York Times.
Y con la mezcla de arrogancia y desconocimiento con que las administraciones estadounidenses suelen acometer estas intervenciones, se plantearon la misión de mediar en un conflicto que no podían entender más que los propios libaneses.
Fue así que el nuevo presidente Amine Gemayel, el siguiente en la dinastía, en lugar de utilizar a los marines para reconstruir su país, los incorporó a la guerra que libraba contra sus oponentes palestinos y libaneses.
No he hablado de los chiítas
Los chiítas, con todas sus derivaciones, son la confesión mayoritaria del Líbano. Tradicionalmente ha sido la más preterida. Una vez le pregunté a una amiga chiíta cómo eran considerados por las otras confesiones. Me respondió: los chiítas somos los negros del Islam.
Ya hacía cuatro años del regreso del ayatollah Khomeini a Irán y del derrocamiento del pro occidental Sha Reza Pahlevi. La influencia del chiismo iraní, antiimperialista por definición, antisoviético y antiestadounidense, penetró de inmediato en las masas chiítas. El Líbano no fue la excepción. Aparecieron organizaciones armadas con influencia iraní, pequeñas y con poca coherencia interna.
Un primer aviso de lo que podrían hacer estas organizaciones nacientes fue la explosión de un coche bomba, en abril de 1983, en la embajada de Estados Unidos en Beirut. 17 de las 63 víctimas eran estadounidenses.
Sin embargo, ni el gobierno libanés ni los estadounidenses captaron el mensaje. Con fuerte mediación de Estados Unidos, el 17 de mayo Gemayel firmó un acuerdo de paz entre el Líbano e Israel, tan vergonzoso como efímero.
Otro participante más en la guerra
La guerra civil continuó con un acontecimiento que iba a afectar doblemente a las fuerzas de Estados Unidos. Nos sigue contando Friedman: “En algún momento entre las 7 a.m. y las 8 a.m. del 19 de septiembre, un grupo de entrenadores de alto rango del Ejército de EE.UU., así como el general de brigada Carl Stiner, el asistente militar del enviado especial para Oriente Medio, Robert McFarlane , estaban reunidos en la sala de operaciones del Ministerio de Defensa libanés.
”Un agitado general (libanés) Tannous se acercó al general Stiner y le informó de que se estaba gestando una ofensiva “masiva” contra su ejército en Souk el-Gharb, que no creía que sus defensas pudieran resistir otros “treinta minutos” y que uno de los tres batallones de obuses del ejército libanés que prestaban apoyo a Souk el-Gharb se había quedado sin municiones. Necesitaba la ayuda estadounidense de inmediato”.
McFarlane, sin buscar confirmación, ordenó al comandante de la Infantería de Marina en Beirut, el coronel Timothy Geraghty, que los barcos de la Armada surtos en Beirut dispararan sobre el Chouf. El coronel Geraghty se opuso enérgicamente a la orden. Sabía que eso haría que sus fuerzas se convirtieran en otro grupo más del enredado conflicto libanés. Su queja no fue atendida.
Cuenta Friedman que en la mañana del 19 de septiembre, los cruceros de misiles guiados Virginia, John Rodgers y Bowen y el destructor Radford dispararon 360 proyectiles de 5 pulgadas contra las fuerzas drusas-sirio-palestinas, para aliviar la presión sobre las asediadas tropas gubernamentales.
El general tenía razón: Estados Unidos ya era otro grupo más en la miríada de organizaciones que combatían en el Líbano.
Menos de un mes después, el 23 de octubre de 1983, un descolorido camión Mercedes Benz amarillo, lleno hasta el tope de explosivos, y a toda velocidad, se lanzó contra las barreras que protegían la entrada en el cuartel de cuatro pisos que alojaba a un batallón de la Infantería de Marina de Estados Unidos, cercano al aeropuerto de Beirut, no lejos de Sabra y Chatila.
Deben haber sido cinco o seis segundos los que bastaron para que murieran en la explosión 241 marines.
Una operación similar, en paralelo, había ocurrido en el cuartel de los paracaidistas franceses. 58 de ellos encontraron la muerte.
Reagan retiró las tropas que le quedaban cuatro meses después. Todavía los historiadores no saben a quién achacar la responsabilidad de la acción. Se habla de varios grupos chiitas. Hezbollah no se creó hasta 1985.
Sin embargo, nadie cita a los otros responsables, “Reagan, Shultz, McFarlane, el secretario de defensa Caspar Weinberger, y el Director de la CIA William Casey (…) todos tienen que responder ante la historia por lo que hicieron a los Marines. Por apoyar ciegamente a Amine Gemayel, por permitir a Israel tener las manos libres para invadir el Líbano con armas estadounidenses y por no desestimar las intenciones de Israel de firmar un tratado de paz con Beirut”, dice Friedman.
No fue lo peor de su presidencia. Reagan pasó a la historia por hechos indignos como el sonado caso Irán-Contras, o por los “reaganomics”, que aumentaron la pobreza y elevaron el déficit fiscal, mientras reducía los gastos sociales.
Aún así, Reagan era un presidente popular entre los republicanos. Muy popular. En 1990, lo vi poner de pie todo un estadio en Seattle, que lo ovacionó. De cerca, era evidente su gran carisma. Pero al concluir su presidencia en 1988 se sabía que su mente ya no lo acompañaba. Entonces preocupaba su vejez. Tenía 77 años.
Otro articulo sesgado del mismo autor, a Israel no le hacen falta muchos amigos ,solos los necesarios, mire usted la cantidad de amigos que tenemos nosotros y lo “bien” que nos va.
Israel no quiere involucrarse en una guerra con Hezbolla pues simplemente quiere segur desarrollando su pais que con solo 9 millones de habitantes tiene un PIB mayor que muchos paises que lo superan en poblacion ,recursos naturales y territorio como Iran y la Sudafrica que lo acusa en la Haya.
Pero no se confundan si tiene que atacar lo hara y con una fuerza que devolvera al Libano a la edad de piedra, y siempre tendra el apoyo de las democracias Occidentales que ven un peligro en la expansion del Extremismo Islamico.
Lo otro es cuento de camino