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Si me preguntaran qué impresión tengo sobre el estado de las negociaciones en torno a la guerra entre Ucrania y Rusia, diría que estoy a medio camino entre la sorpresa y el desconcierto.
No es que las cosas pudieran enredarse demasiado —de hecho, ya lo estaban—. Mi sorpresa fue que una negociación de tal envergadura se iniciara por impulso del presidente estadounidense, sin una preparación evidente. La suspensión de una guerra —su solución definitiva— dista mucho de ser obra individual de una persona, y menos aún cuando se trata de las principales potencias implicadas en la mayor contienda bélica en territorio europeo desde la Segunda Guerra Mundial.
Es obvio que Trump sobrestimó el valor de sus relaciones personales, que para él resultan más decisivas que la confrontación previa de especialistas de ambas partes, quienes suelen acordar todo lo posible y dejar a los líderes únicamente lo que no encontraron en común. Los líderes lo resolverán. O no. Las negociaciones tendrán éxito. O no.
Trump contaba como fuente principal con la información de su asesor, el enviado Steven Witkoff, quien se reunió en varias ocasiones con la alta dirección rusa y obtuvo de esas visitas los puntos de vista de Moscú sobre las posibilidades de alcanzar alguna solución. Steve Witkoff, acaudalado empresario inmobiliario y amigo personal de Trump, es un recién llegado a los laberintos de la política exterior y a su vertiente diplomática.
Pero no hacía falta un enviado especial para conocer la posición de Rusia sobre un alto al fuego, que era lo que pedían Zelensky y la Unión Europea, y que Trump ratificó como objetivo de su encuentro con Putin. Moscú ha rechazado pública y privadamente esa posibilidad, alegando que no resuelve el problema mayor y da tiempo a Ucrania para rearmarse y reorganizarse, más aún en un momento en que Rusia, sencillamente, está ganando la guerra.
De ahí otra sorpresa: si Trump llegó a la reunión con Putin con la consigna del alto al fuego, pocas horas después estaba defendiendo la posición rusa.
Al día siguiente se reunió no solo con Zelensky, sino con los líderes de los cuatro grandes países europeos.
Zelensky, ahora vestido con una peculiar etiqueta, repitió junto a sus belicosos acompañantes europeos la exigencia inicial. Luego de agradecer a Trump por su iniciativa, Friedrich Merz, canciller alemán, reiteró que toda negociación debía comenzar con el cese de hostilidades. Emmanuel Macron y el primer ministro británico, Keir Starmer, coincidieron en lo mismo: la precondición que Rusia no había aceptado.
Trump, en una parrafada, se refirió al cese al fuego como no indispensable y de paso recordó que en ninguna de las seis guerras que él había resuelto en este mandato se había utilizado el alto al fuego. ¿Seis guerras? Hablaremos de eso más adelante.
Pero ninguno cambió su posición.

La confusión diplomática
Allí mismo comenzó a organizarse la próxima reunión: Zelensky con Putin, más Trump. O tal vez Zelensky y Putin a solas. Al día siguiente, los observadores se sumían en un mar de perplejidad. Los rusos hablaban otro idioma. Una reunión entre Zelensky y Putin requería, según el canciller ruso Serguéi Lavrov, una cuidadosa preparación. Rusia no había modificado ninguna de sus exigencias.
El tema del alto al fuego quedó en el olvido y fue sustituido por otro aún más espinoso: las garantías de seguridad para Ucrania. Desde Occidente circularon distintas versiones —según el vocero de turno—, pero todas apuntaban no a aceptar la neutralidad ucraniana que pide Rusia, sino a adelantar lo que Kiev habría obtenido de ingresar en la OTAN, incluida la posibilidad de presencia militar occidental.
Las posiciones, sin embargo, están divididas. El Pentágono informó a los aliados que Estados Unidos jugaría solo un papel mínimo en la seguridad a largo plazo de Ucrania: no habrá tropas en el terreno ni garantías al estilo OTAN. Esta limitación estadounidense trasladó la responsabilidad principal a los europeos, creando nuevas dinámicas en la arquitectura de seguridad transatlántica.
Nada ha cambiado
Rusia, en síntesis, mantiene firmes sus reclamaciones territoriales sobre el Donbás y Crimea, de población rusa, que se anexarían a la Federación. Hoy Rusia ocupa unos 114 mil kilómetros cuadrados —el 19% del territorio ucraniano— y reclama en total 161 mil.
La otra gran exigencia rusa es la neutralidad de Ucrania, con garantías de que no ingresará en la OTAN, reducirá sus fuerzas armadas y no adquirirá armas nucleares.
Moscú añade otros puntos: la revocación del decreto que prohíbe el idioma ruso, respeto a la población de origen ruso y a la Iglesia Ortodoxa, y la disolución de movimientos y partidos que reivindican la ocupación nazi. Asimismo, la configuración de un nuevo sistema de seguridad colectiva en Europa, en el que Rusia pueda actuar sin las restricciones que Occidente pretende imponerle.
Ucrania, apoyada por sus socios occidentales, tiene posiciones encontradas con casi todo lo que propone Rusia. Rechaza cualquier cesión de territorio. Obviamente, tampoco acepta los presupuestos sobre los que se tendría que armar su nuevo ejército y se opone a reducir su tamaño y su armamento. Tampoco estarían dispuestos a aceptar la renuncia a integrar la OTAN y la Unión Europea, y aspiran a recibir garantías internacionales de seguridad sólidas.
Aunque hay más, son suficientes para comprender la dificultad de negociar cuando las posiciones están tan distantes y sin intermediarios reales. Trump lo intentó, pero con un hándicap enorme: una negociación de este tipo exige mucho más que una transacción inmobiliaria.
Hay que añadir el gran beneficio que han recibido las fuerzas occidentales y Ucrania del sistema informativo y de las instituciones sociales que operan sobre la opinión pública mundial. Las acciones de Rusia que cobran vidas inocentes pueblan desde un inicio las imágenes que se difunden en los medios; la imagen del ejército ruso es de decadencia moral y militar. Las causas de la guerra se reducen a los deseos de restaurar el imperio ruso o de extender el poder ruso a toda Europa.
Pero otra línea editorial occidental se refiere a la operación rusa como perdida, impopular y sin posibilidades de victoria.
El factor histórico ignorado
Putin ha dedicado tiempo en varias comparecencias a explicar los antecedentes históricos de las relaciones entre Rusia y Ucrania. Lo hizo en Alaska y durante la entrevista a Tucker Carlson. Pero es “la parte aburrida” de sus intervenciones, como la califican periodistas y espectadores occidentales.
No creo que muchos de los que hoy asesoran al presidente de Estados Unidos sepan tanto de las historias paralelas de la Rus de Kiev (882 n.e.) y el principado de Moscú (1142 n.e.). En las versiones simplificadas que se transmiten sobre las causas de esta guerra, falta la historia mutua entre ambos países, lo que trastorna y envilece el análisis.
Es uno de los puntos más débiles de Donald Trump como centro coordinador de esta “paz”. Trump no es un estudioso de la historia, tampoco lo son quienes le rodean. Es la característica de esta segunda administración trumpista: sus miembros han sido escogidos más por su visibilidad mediática y su capacidad de proyectar una buena imagen pública que por méritos intelectuales o experiencia en política internacional.
Es cierto que Ucrania no es el único país europeo con frontera con Rusia. Finlandia y los países bálticos también la tienen. Pero Ucrania y Georgia comparten con Moscú una historia extensa y peculiar en todas las épocas, y ese es el elemento que Occidente no conoce o no quiere entender. Por eso cuando Putin dice que la guerra de Ucrania tiene una importancia existencial para Rusia, no lo comprenden.

¿Y entonces?
Después de tanto titular, de viajes, entrevistas, declaraciones y reuniones, poco ha cambiado. El frente de batalla, donde Rusia parece estar abandonando el esquema de guerra de desgaste para avanzar sobre poblaciones y posiciones clave, y Ucrania se debilita gravemente en lo que nadie puede proveerle —soldados—, parece ser, al menos hasta hoy, el único terreno donde pueden encontrarse desenlaces para esta guerra.
Para Trump, que ha dado plazo tras plazo a Putin —desde un día hasta sus clásicas “dos semanas”— sin consecuencias, las alternativas no son muchas.
Triste papel. No es cierto que haya “terminado” seis, siete ni trece guerras de un plumazo. El New York Times revisó caso por caso, demostrando que si bien influyó en algunos conflictos, su afirmación es exagerada y carece de contexto.
El choque entre Armenia y Azerbaiyán es probablemente su intervención más exitosa, pero no resolvió todos los problemas subyacentes de ese viejo conflicto, aun palpitante. En cuanto a los bombardeos de Israel a Irán, resulta casi un chiste, pues Estados Unidos participó en ellos. Tampoco es correcto atribuirle la resolución del enfrentamiento entre Tailandia y Camboya, que en realidad fue gestionado por Malasia y la ASEAN. En el Congo y Ruanda, los combates persisten. El viejo enfrentamiento entre India y Pakistán tuvo un renacimiento que, por la magnitud del problema, quedará como anecdótico. Si bien la India no niega la participación de Estados Unidos en su solución, dice que fueron ellos y los pakistaníes los que resolvieron el problema. Finalmente, la guerra entre Egipto y Etiopía: ni siquiera hubo guerra, sino reiteradas tensiones sobre las aguas del Nilo.
No puedo dejar de mencionarlo: la aspiración de Trump al Premio Nobel de la Paz asoma constantemente en este papel de árbitro que pretende desempeñar. Pero hoy lo coloca en una posición difícil: la de un negociador oscilante frente a una solución imposible, que solo se dirimirá, de mantenerse como hasta hoy, en los frentes de combate.
Mark Twain tiene algo que enseñarle. En su relato Una historia medieval, coloca a su personaje en un enredo tan grande que, cuando el lector espera una salida brillante, el narrador zanja abruptamente:
“La verdad es que he colocado a mi héroe (o heroína) en una situación tan comprometida que no sé cómo arreglármelas para sacarle (o sacarla) de ella, y por eso prefiero desentenderme de todo este asunto y dejar a esa persona que se las componga como pueda… o se quede como está. Creía que iba a resultar bastante sencillo enderezar este pequeño entuerto, pero en este momento no lo tengo tan claro.”
Puede ser un camino.