Mi cuerpo embarazado

Tengo, en estas meninges gastadas y embarazadas, todos los temas para esta columna. Pero esas membranas no hacen sinapsis como las neuronas, así que voy a escribir sobre mí, sobre mi cuerpo*, mi cuerpo embarazado.

Acabo de quedarme dormida sin quererlo, exhausta. Puedo dormirme en cualquier momento, bajo casi cualquier circunstancia. Sin embargo, descansar bien no es tan sencillo. Solo lo logro sobre el lado derecho con una almohada entre las piernas flexionadas, como soporte para la parte inferior de la espalda. Boca arriba, solo un ratico. Además, no es recomendable porque el peso del bebé comprime todo el flujo sanguíneo abdominal, aumenta la presión arterial. Del lado izquierdo, siento una punzadita de costado. Boca abajo, imposible. Tanta inmovilidad es perturbadora para una jiribillosa nocturna.

Suelo despertarme por hambre a media noche y luego, bien tempranito, por el mismo motivo. Me alimento cada dos horas reglamentarias, una demanda de mi bebé. No he tenido ascos, ni náuseas, ni antojos… ni otros síntomas estomacales del embarazo.

Pero mi cuerpo no engorda. No lo suficiente, según los doctores. Para mí sí. Son unos casi 10 kg adicionales que me pesan, aunque no haya perdido la ligereza hasta que cae la tarde calurosa. Me agoto al subir las escaleras. La WiFi de contén-oficina se hace cada vez más insoportable, por lo que he decidido dosificarla a dos veces por día, en los horarios menos calurosos.

Mi panza se estira por jornada y en una misma puedo descubrir cambios: amanece pequeñita y a medida que pasan las horas se crece, crece.

Ando llena de Shea Butter, un tipo de mantequilla vegetal hecha de una especie de nuez africana que está diseñada para que no nos queden estrías. Me hace sentir como si la piel se friera al entrar en contacto con tanto sol, aunque entre sus usos está proteger del rey de los astros (yo que soy antimonárquica).

Quizá porque estoy delgadita, la gente no nota mi embarazo a primera vista. La escena callejera es más o menos como describo: contacto visual y cuando bajan la vista, peatones y choferes, hombres o mujeres, dan un saltico de sorpresa. Me hace gracia la situación. La disfruto.

Mis tetas –otrora pequeñas pirámides, como las llama Roberto– son inmensas. Como siempre, no uso ajustadores. Los detesto. Me advierten que los senos se caen. Pero nunca me han importado más allá de los exámenes de mama reglamentarios. Ya les contaré cómo sigo cuando nos toque la lactancia.

Hasta hace pocos días no había sentido molestia en la espalda, caderas y pies. Ahora importunan. Las piernas y tobillos se inflaman a la noche, solo un poquito. La retención leve de líquidos es natural del embarazo, sobre todo al final del día. Sin embargo, si el edema no ha desaparecido en la mañana, tras el reposo, habrá que consultarle al médico. Además de descansar y comer de manera saludable. Mientras, las caderas se ajustan para el parto próximo, en un proceso perturbador.

El baño se ha convertido en mi lugar favorito de la casa, después de la cama, claro está. Orino todo lo que me hidrato, o sea, mucho, cantidades infinitas de pipi. Aunque me oriné chiquitico de la risa hace pocos días, todavía no me sucede cuando estornudo o toso, como a otras mujeres que conozco. En cualquier caso, no es recomendable aguantar las ganas de orinar.

Padezco estreñimiento. Así que le dedico tiempo de concentración y aplico todas las técnicas milenarias para no padecer de hemorroides. Por si fuera poco, visito la ducha tres veces al día, como mínimo, para aliviar el calor.

Mis uñas de manos y pies crecen imparables. Podría cortarlas dos veces por semanas, pero elijo una sola –el tiempo no me da. Y mi pelo no solo prospera, sino que lo hace con un brillo atípico. Por primera vez en mis 42 años, lo tengo largo, por los hombros. Decidí que al parir me pelaré calvita –como cuando estudiaba en la Universidad– y haré con el pelambre de desecho un cojín para mi bebé, con mis propias manos.

Desde hace unas semanas siento como si un delfincito entrenado hiciera sus actos acrobáticos para mí y para los amigos que me rodean. Todos, sin excepción, quedan hipnotizados por mi barriguita saint-exupérryana, de boa que se tragó al elefante. Es de una rareza que termina siendo rica, como un orgasmo al revés, como la emoción que provoca en la tripa descubrir a tu persona amada entre la multitud.

Cuando le hablo a mi criatura o termino de comer y me pongo en reposo, se siente estimulada y actúa para mí su show amoroso. Y, cuando camino por las calles de La Habana, me hace cosquillitas desde dentro. Río, sin miedo a que me tilden de loca, porque soy cosquillosa, también porque soy feliz con su compañía.

Concluyo: estar embarazada es incómodo, molesto, pesado… La belleza que se nos atribuye socialmente en estos períodos tiene los costos que describí –para mí los menos, como habrán leído. Pero, sin idealizar ni promover el embarazo, una pone todas estas señales en la zona feliz de la vida. Ahí, porque en un lugarcito de este cuerpo que protejo como nunca, mi criatura de 28 semanas, ya ensaya despacito su respiración, mide unos 27 centímetros de largo, pesa cerca de 1300 gramos.

 

* A varios lectores de los Martazos les ha molestado que emplee cuerpa, que es la palabra que quisiera usar. No quiero incomodarlos.

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