Me quedé como me quedé

Gemelos peleando

Gemelos peleando

La voluntaria torpeza en la repetición del título tiene que ver con un ejemplo que pone nuestro consagrado escritor Reynaldo González en un artículo publicado recientemente en  el periódico Juventud Rebelde. De delirante  califica el extremo desenfado, el culto a la gestualidad desorbitada, la abundancia de palabras sobreentendidas que inundan la vida cotidiana en la Cuba de hoy.

Estoy de acuerdo básicamente. Hasta sumaría a estos elementos, que con su elegante prosa desgrana Reynaldo, otro asunto. Las llamadas  malas palabras –los españoles  les llaman tacos y eso me lleva más bien a México y suele abrirme el apetito-, las groserías que en casa nos enseñaron que son feas, se reservaban -hasta la infancia de los que ahora andamos por la cincuentena- para momentos de confianza. Había mujeres elegantes y cultivadas que soltaban su palabrota de vez en cuando y, por contraste, solía quedarles hasta bien. Ese gran músico que fue Faustino Oramas (El Guayabero) nos convidaba a un doble sentido encantador, un juego a base de suponer y omitir; entre la picardía y la ingenuidad.

Ya esa identidad medio secreta, esa contraseña de “confiancita” entre amantes o esa prueba del arribo al trato personal entre compañeros de trabajo ha sido sustituida por la utilización generalizada, constante y desgastada de lo que los lingüistas prefieren llamar palabras malsonantes.

Ahora bien, a pesar de compartir en general las preocupaciones de González, me gustaría dejar algunos notas al pie. Pone el articulista un simpático y real ejemplo del socio que le cuenta al  amigo del barrio una jerigonza con algo así como: “se puso como se puso, le dijo lo que le dijo y el otro, se quedó como se quedó.” Pues bien, yo me quedé… como me quedé, pensando que los extremos están deteriorando una forma de comunicación que es de por sí graciosa, legítima, cercana, cálida, entrañable y que contribuye a fijar nuestra fisonomía como pueblo.

Pensaba también durante los últimos días que la lúcida reflexión de González y otras que llegan y  las que vendrán se toparían seguramente con el sentido clasista y otras consideraciones sociológicas que habría que hacer con detenimiento. El habla popular tiene códigos casi cifrados. Y eso es parte de su encanto y su misterio. Hace nada más que un año que no voy a Cuba y ya sé que estoy fuera, “bota’o”, como se diría en mi época, en varios giros o sentencias del torrente callejero. Una de las últimas que he adorado es la referencia  a carencias disímiles con aquello de -¡oh, gestualidad criolla frondosa en demasía pero sabrosa como ninguna!- juntando el dedo gordo de la mano con el índice proclamar: “No tengo ni este peso”. O por los días del Festival de Cine: “No pude ver ni esta película”.

En la emigración o el exilio, poniendo cuidado se descubre la fecha aproximada en que alguien salió de Cuba por los dicharachos o frases populares que utiliza. Ser dramaturgo en nuestro país incluye un reto adicional. La distancia entre la variante del castellano que nos gastamos –y que se habrán dado cuenta que a mí, como diría el popular personaje  radial de Estelvina, nacida del ingenio de Alberto Luberta  y que asume la legendaria actriz Aurora Basnuevo: ¡Me encanta!- está muy lejos de lo literario que de todas formas y de alguna manera debe palpitar en lo que hablan los personajes sobre un escenario.  La dificultad para hacer creíble el plano verbal, se compensa con la potencialidad que en el teatro y en la danza tiene ese repertorio de nuestros gestos y la riqueza de  los silencios pícaros y las gráficas medias palabras.

Me sumo a la convocatoria de moderarnos en la gritería y en la invasión gestual, pero voto por podar las ramas sin afectar la savia del tronco. Tal vez no sea lo mismo las frases o las poses que ponen en circulación orquestas como Los Van Van, la Original de Manzanillo o hasta el más travieso maestro Cortés con esa ocurrencia  genial de “Es tu maletín” para graficar que es tu lío, tu problema. No es lo mismo, digo, una cultura de gente de a pie, de muchachos de barrio que convierten en silbido legitimado el corto y denostado comodín “asere”,  que las normas que van imponiendo algunos de los nuevos ricos, los luchadores de éxito y su  himno triunfal  o  Reguetton.

Lo que me preocupa – y por eso “me quedé como me quedé” leyendo al maestro Reynaldo- es que después vengan los nuevos dueños de una inminente realidad económica y quieran imponer a que se hable demasiado bajito o con las manos quietas. Los más viejos del barrio o los abuelos del campo recordarán las imposiciones de la gente fina y poderosa. Los de más para acá tenemos fresco el lenguaje formal de las reuniones  del socialismo más real, búlgaro casi, donde todo era “compañero para esto” y entre jefes “cuadro, la tarea es esa y hay que cumplirla”.  Después se llegaba a la casa o la barra del bar  y se abrían los botones de la camisa y el latiguillo de compañero era sustituido por los más reales apelativos de “caballo”, “mi socio” y hasta  -los de línea  habanera más dura- “ecobio”, “consorte”, “mi ambia.”

Sí, amo el habla, la gestualidad, el pensamiento popular.  Me dirán que por culpa de esa pasión me sumo sólo a medias a la idea de mejorar nuestros modales. Corro de buena gana ese riesgo. “¡Es mi maletín!”.

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