(La canción de) los viejos revolucionarios

Foto: Yaniel Tolentino.

Foto: Yaniel Tolentino.

Entre las críticas que siguieron a la salida del álbum Some time in New York City a mediados de 1972, hubo una en el New Musical Express en la que el articulista acusaba a Lennon de ser un patético revolucionario que envejecía (pathetic ageing revolutionary). En general elogiaba el disco, pero insistía en que a John ese discurso simplemente no le sentaba bien y era, a su modo de ver, una manera de llamar la atención.

A la larga, John Lennon es John Lennon y ese articulista una basurita irrelevante. Sin embargo, quiero llamar la atención sobre el hecho de que, al hablar del revolucionario –no uno que se alzó con las armas en la mano, desde luego, pero en todo caso alguien a quien atraía la idea del cambio social tanto como le incomodaba el statu quo— se asociara el avance de la edad con una imagen patética. Es cierto que, en el imaginario colectivo, tanto el rock como la fe en la revolución están ligados al espíritu juvenil; en 1972, los rockeros más viejos, como el recientemente fallecido Chuck Berry, no llegaban a los 50, en tanto los apóstoles de la invasión británica, Lennon incluido, recién debutaban en la treintena: no eran viejos, pero tampoco exactamente los más jóvenes, y nadie –ni siquiera ellos mismos– se los imaginaba rockeando a fines de milenio. En lo tocante a los revolucionarios, se suponía que algo andaba mal si no lo eras a los 20, pero todavía peor si seguías siéndolo a los 40. Ni siquiera en la URSS los había ancianos: de eso se encargaba Stalin. La vejez de unos y otros constituía, en una palabra, territorio inexplorado.

Bueno, ahora sabemos lo que ocurre: algunos rockeros envejecen bien. Paul McCartney, los Stones, Neil Young o Bob Dylan siguen fascinando tanto a los adolescentes como a aquellos de sus contemporáneos que, como ellos, son sobrevivientes de una época legendaria. Todavía la gente vibra cuando los escucha. Se mantienen fieles al estilo que los hizo famosos, pero de cuando en cuando se permiten el riesgo de coquetear con lo experimental y lo moderno (los Stones y su álbum Undercover, McCartney y el Liverpool Sound Collage) o con lo más antiguo (Dylan y sus últimos discos en que interpreta temas que Sinatra hiciera famosos, el propio Paul y sus trabajos de música clásica). No todo les sale bien, pero son capaces de aprender de sus errores… o de repetirlos tanto que acabamos pensando “bueno, él sabrá lo que hace, si insiste puede que el problema sea mío, déjame escucharlo de nuevo”.

En cuanto a los viejos revolucionarios… forzando un poco el símil, podríamos decir que sus discos viejos ya no suenan como antes. Sin embargo, la mayoría se consideran los únicos y auténticos puristas del estilo y se empeñan en ejecutarlo exactamente como en su juventud, y si la coyuntura los fuerza a salirse un poco del terreno conocido y aventurarse en parajes inquietantes, a la menor oportunidad regresan a sus cuatro acordes básicos.

No todos se aferran tozudamente al dogma: están los que se rinden, los que se corrompen y simulan (que constituyen legión), los que se vuelven de extrema derecha e intelectualizan su cambio de lealtad, o se convierten en cazadores empeñados en desenmascarar a los viejos camaradas… Ahora bien, los peores viejos de todos son, sin duda, los jóvenes extremistas.

Por mi parte, supongo que en alguna parte exista el viejo revolucionario que entienda la revolución como un proceso de cambio perenne, que ha de fluir con los tiempos; el viejo luchador con la entereza de renunciar para siempre a lo que no funciona, de admitir sus errores, disculparse con los lastimados e insuflar energía, con argumentos que no insulten su inteligencia, a los convencidos y a los dispuestos a dejarse convencer. El que no vea a la gente como material desechable y el desarrollo como una amenaza, el que tenga una solución revolucionaria que funcione durante y sobre todo después, sin represión y violencia. En este mundo que sigue confiando sus destinos a los criminales y los locos, más que nunca hay necesidad de una alternativa, así que contra toda evidencia quiero creer que ese viejo revolucionario existe, que es una especie endémica pero no extinguida –y que como tal figure en ese registro significativamente llamado Libro Rojo– que puede tener swing como los viejos rockeros y ser todavía capaz de componer algo que conmueva multitudes. Quiero creerlo porque yo, con todo y ser horriblemente desafinado, lo escucharía, no me negaría a tararear su canción.

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