¿Nos vamos a la publicidad?

En la historia del teatro cubano hay una frase clásica, nacida por los días de un estreno de rotundo éxito. Ante las colas que inundaban el portal del entonces recién bautizado Teatro Mella y la amplia calle Línea, los choferes de las guaguas anunciaban: “En la próxima parada, Santa Camila”.

Parafraseando el triunfo de los personajes de José Ramón Brene en aquel ya lejano 1962, podríamos decir que en este viaje- para algunos lento para otros acelerado- de las transformaciones de nuestra economía la publicidad –con todos sus brillos y acechanzas; su atractivo exterior y su poder- está en la próxima parada del recorrido.

Los que nacimos, crecimos y casi envejecimos sin anuncios publicitarios somos un público especialmente sensible en este tema. Donde otros llevan décadas en que los slogans  o cuñas forman parte de la rutina de la vida, para nosotros –al menos durante un  tiempo- constituyen sorpresas.

En los primeros noventa del siglo pasado se abrió una tímida y excepcional ventana coincidiendo con los Mundiales de Fútbol. Un automóvil pasaba raudo por los “sorprendidos”  televisores y detrás venían los goles y los comentarios. Molestó aquella práctica y  enmudeció, se detuvo  el poderoso motor del carro publicitario.

Recuerdo un debate similar en días de Festivales de Cine. En nombre de la pureza ideológica fueron atacados y sacados de circulación unos anuncios que precedían la exhibición de las películas. Pensé entonces que si para seguir disfrutando- aún en tiempos de vacas flacas- de un Festival de tanta calidad como el del Nuevo Cine Latinoamericano, hacía falta que unos anunciantes aportaran dinero, no era cosa de poner el grito en el cielo.

Otros agregaban: “Es que es duro ver en la pantalla el desodorante que no puedes comprarte”.  Comenté con los más cercanos que el problema radicaba en la dificultad para acceder al producto, no en verlo en pantalla.

Cuba cambia y “la publi llega”. Haría falta que lo haga con calidad, buen gusto, mesura. Dentro de este mundo se encuentran –junto a una mayoría de piezas repetitivas y mediocres- verdaderas joyas de dramaturgia. Respetados cineastas (el español Bigas Luna, por ejemplo) han dejado pequeñas obras maestras en este género. Los argentinos –claro, con tradición de agudeza literaria, ese peculiar sentido del humor, excelentes actores- suelen estar entre los ganadores de  algunos de los concursos de Publicidad.

No es que sea especialmente entusiasta de este mundo de reclamos y tentaciones al consumo. Lo que pasa es que, ya que parece llegar, es mejor tener en cuenta que genera empleo, crea códigos y hasta colabora con la formación de algunos mitos. Sería bueno que si por fin “nos vamos a publicidad” sea de la mejor manera posible.

Que se anuncien las mil y una cosas que hacen falta para vivir y –he ahí lo peorcito del asunto que nos ocupa- las otras mil que no hacen falta, pero bueno… que encuentren su cubano lugar bajo el sol, pero sin desterrar los spots que desde hace muchos años convocan a conciertos, exposiciones o puestas en escena. Algunos países europeos –España no sin polémicas y retrocesos- han logrado conservar canales de televisión y radio de propiedad pública en las que uno puede ver una película en el tiempo que dura y no con un anuncio cada vez que “la cosa” se pone emocionante en el argumento.

Carpentier en una de sus hermosas crónicas hablaba de una gran valla publicitaria en Nueva York que de tan nítida se confundía con una mujer real. Prefiero esas grandes construcciones, aunque pongan en peligro el urbanismo de las ciudades. Mirado de otro modo  -un ejemplo podría ser el Don Pepe de la Puerta del Sol madrileña- se suman a la arquitectura y van siendo legitimados por la mirada de al menos un par de generaciones. Lo que sí detestamos muchos es la moda reciente –sobre todo de las compañías telefónicas- de invadir la privacidad a las horas más inoportunas con timbrazos portadores de “la mejor de las ofertas”.

Si por fin se acerca o si ya está bajando la escalera del ómnibus la señora Publicidad, le pedimos que venga elegante, sobria (dentro de lo que cabe) y lo menos agresiva posible.  Es como una tía coqueta que se fue de viaje décadas atrás y nos acostumbramos a vivir sin su compañía. Ya que vuelve, será bienvenida pero que  nos traiga ingenio, frescura, hasta las dosis de imprescindible frivolidad, pero sin arañar las paredes de la casa.

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