Otras memorias de Cuba Socialista

Foto: Guillermo Seijó

Foto: Guillermo Seijó

 

Ya una vez garabateé una mala crónica con este tema. Aquel texto ingenuo bastó para que algunos amables desprevenidos me catalogaran como “joven cronista” y me invitaran a una grata ciudad del centro de la isla. Allí conocí a dos amigos con los que comeré esta noche en una urbe extranjera que es el opuesto estricto de la Cuba Socialista que recuerdo.

Uno nunca sabe para qué escribe, y por eso lo hace.

Puede que escribir solo sea otra vía (insospechada) para saciar el hambre un miércoles cualquiera, pero también es probable que sea un mecanismo de defensa, un escudo o un purgante, un valioso acto de cobardía para exorcizar, por ejemplo, una tortuosa pesadilla.

Hace pocas noches soñé que esta megalópolis de mi presente –una selva tupida de luces y sonidos; un páramo de concreto rabioso- engullía en un par de dentelladas a la Cuba Socialista de mi pasado.

Desperté y el sueño, catastrófico, me dejó impávido. Luego esa impavidez me aterró porque uno tiene el deber de custodiar, contra las inclemencias del presente, los fragmentos del que ha sido.

En este caso, Cuba Socialista no es un archipiélago con delirios de grandeza; tampoco se trata de aquella estación utópica adonde debía llevarnos el maldito tren de la historia. Es, a lo sumo, mi exclusivo País de Nunca Jamás.

O sea, el pueblo de mi infancia; y ni siquiera eso, porque en realidad Cuba Socialista era una magra comunidad -correspondiente a cierta cooperativa agropecuaria de ese nombre- en la que recalamos mi familia y yo cuando arreciaron los 90 y el hogar de mis abuelos en la inefable ciudad de Pinar del Río se hizo demasiado estrecho.

Cuba Socialista era en aquella década fatídica un pedazo de isla ejemplar. Una casa desabrida de placa y mampostería, junto a media casa de ladrillos sin repellar, junto a diez casitas de paneles prefabricados y canelones de fibrocemento, junto a una choza de tablas podridas y techo de guano o cinc… al borde de un camino lleno de baches y ensombrerados guajiros en bicicleta, infinitamente lentos. Un consultorio médico, una bodega, un Círculo Social de tablones encalados, algunos pozos artesianos que se accionaban mediante brazos mecánicos de hierro fundido. Poco más.

De vez en cuando un auto soviético; algún tractor rojizo; alguna yunta de bueyes (Caminante-Pasajero) arrastrando un carretón descompuesto; algunos jinetes a pelo que, con frecuencia, eran escuálidos muchachos de mi edad en calzoncillos.

En mi memoria, Cuba Socialista siempre está enrejada tras los barrotes de una lluvia incesante y primordial. Por eso sé que la mayoría de los días vividos allí –un tercio, quizá, de la infancia– fueron de mucho sol castigando los altos yerbazales.

Nunca recuerdo –o nunca me interesa recordar– una tarde de lluvia. Una tarde de lluvia puede ser cualquiera en Cuba Socialista; después del mediodía incluso el diluvio universal resulta coherente. Ver llover es una actitud propia de las tardes.

Sin embargo yo soy en el recuerdo un niño pequeño que observa a través de las persianas una mañana lluviosa. Desde la otra habitación suena una steel band de calderos recogiendo la tenacidad de mil gotas que se filtran a través del techo.

Las mañanas así suelen llegar con el signo de lo definitivo y lo inescrutable. No vas a la escuela y enseguida comienzas a recelar una subversión en el orden natural de las cosas. Uno, aunque tenga pocos años, siente que alguna vez tendrá que contar esta extraña jornada de Cuba Socialista. Sabes que el día ha nacido con una marca en el rostro y que este ya no será el día que debió ser.

El día nace maldito o bendito, según el agua que esté lloviendo.

Como es natural, la calamitosa pesadilla que me atacó hace algunas noches comienza al escampar aquel aguacero matutino que se ha convertido en mi recuerdo cardinal de Cuba Socialista.

Salgo a caminar y al aletargado pueblo le han crecido en las cunetas una infinidad de tapias de hormigón armado; los trillos ahora son mucho más anchos y están asfaltados; abundan los callejones sin salida; la gente se viste, se mueve y habla de otro modo. Ya no conozco a nadie. Todo se frenetiza. Hay otros ruidos, otros fuegos (haluros, neones) cruzando el tiempo y el espacio.

Cuba Socialista sufre en mi inconsciente una suerte inversa a la de esos asentamientos abandonados que la jungla devora con persistencia implacable. Virtualmente, el progreso contamina un paraje de mi mente que yo, egoísta, prefiero inmune a cualquier novedad.

En el sueño, por alguna desquiciante razón las ciudades de mi vida –la discreta fealdad de Pinar del Río, el perfil sinuoso y lúbrico de La Habana, la acechanza gris de Caracas, pero sobre todo la turbia enormidad del DF– avanzan en la colonización sin pausa de aquel reducto verde, candoroso, pobre y feliz de mi memoria afectiva.

Ahora escribo esto, aunque no sé para qué lo hago.

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