Este domingo 3 de marzo corrí más de cincuenta millas (85 kilómetros) en las Barrancas del Cobre, Sierra Tarahumara, estado de Chihuahua en México; un lugar donde la magia se destaja en cañones y quebradas, donde el paraíso se extiende más allá de los confines visibles y una cultura, la rarámuri, lucha silenciosamente contra los tiempos modernos por conservar su esencia.
Corrí la Ultramaratón Caballo Blanco, la más mítica de las carreras mexicanas, con el alma vaciada de todos los dolores y las penas de los años de trashumancia, movida por la historia de un pueblo que me ha encantado e inspirado hasta el delirio en mis avatares de los últimos años.
Tuve diecisiete horas para pensar en tantas cosas, que voy a necesitar años para decirlas todas, si es que eso es posible. La principal, la libertad, ese concepto abstracto por el que vivimos, morimos e incluso matamos.
En estos días, aquí, en Urique, un pueblito de tres mil habitantes que reúne cada año a la comunidad originaria más grande del país, dispersa por estas inclementes barrancas, para correr por libertad y por pan, he aprendido de la libertad más que nunca.
He conocido al único músico tarahumara, Romeyno Gutiérrez, hoy pianista, a cuya cueva en Retosachi, a cinco horas de la cabecera municipal de Batopilas, llegó un día un famoso concertista con un piano y la certeza de que el inicio de la civilización estaba aquí. Con solo eso Romeyne Wheeler le cambió la vida a Romeyno; le dio el nombre, la música y lo hizo libre.
He documentado la manera en que estas montañas de cañones infinitos y perfectamente trinchados contra el cielo límpido de la sierra han inspirado a tantos hombres y mujeres. Cómo han llegado movidos por la fortaleza, resistencia y hábitos de vida de sus seres de pies alados… Y también cómo el chabochi (Rozákame– blanco, conquistador que impone sus propias normas sobre las del rarámuri, el que maltrata, el que lastima y el que se siente superior) ha lucrado con sus raíces y dejado ese grano podrido que siembra a su paso, tratando de obtener siempre algún beneficio. He retratado la vida y la pureza, y también el estercolero en el que nos movemos con cierta gracia.
Desde que en 2001 Micah True, un exboxeador estadounidense enamorado de la cultura de los tarahumaras y de su invencibilidad como corredores, inaugurara la primera gran ultramaratón de México para el mundo, y que deportistas de todas partes vinieran a batirse en una justa desigual con estos hombres y mujeres extraordinarios, las Barrancas del Cobre han recibido a miles de personas atrapadas por una leyenda.
Aquí han encontrado la libertad que nuestra propia civilización hoy les arrebata a los tarahumaras, haciéndolos esclavos del alcohol, el narcotráfico, el dinero, la ignorancia, la pobreza y, en definitivas, de todas las miserias que nos aquejan.
“¡La misma tijera corta a todas las comunidades indígenas del país!”, me dice Valdemir Cervantes, muralista que ha develado la esencia tarahumara en sus pinturas: “Somos de la tierra. Somos barro. Montaña, barranca, maíz, miel, sal, río, aire, somos fuego, polvo de estrellas, pies, alma y corazón libres que corren por la vida. Pies ligeros que se resisten a desaparecer su identidad y ese amor por la naturaleza. Corre, corre todo lo que puedas tras tus sueños y libertad”.
Aquí donde otros se hacen libres, los rarámuris cargan las cadenas de la historia. Llegan cada año a Urique para participar de una batalla contra el paisaje y el clima y, amén de que ya algunos han devenido campeones internacionales en el deporte de las largas carreras, lo hacen por una sola razón: para sobrevivir. Cada miembro de la comunidad que termine la carrera recibe al final cinco costales de maíz y otras despensas.
En su génesis, los primeros extranjeros llegaron también por una razón: compartir. Alguna vez, incluso, quienes ganaban la gran competencia dejaban sus premios para alimentar a este pueblo de miles de habitantes desperdigados en las barrancas y en siglos de barbarie. Hoy, esa, como muchas tradiciones, se ha perdido. Una vez abolida la leyenda, el pueblo se queda otra vez solo y esta es, por cierto, la historia de nuestros pueblos.
Hoy Urique ha vuelto a ser una aldea muda e hirviente, el fantasma heredero de una fiesta que solo tiene lugar una vez al año, pero que cambia cada tanto la vida de algún ser humano. Yo parto en breve a esa civilización de la que soy un grano más de polvo.
Me voy con la felicidad extrema de la hazaña lograda y con el vacío infinito que esta cultura nos provoca a quienes llegamos hasta el fondo de sus serranías. Agradecida de haber recibido su iluminación, de haber recorrido sus barrancas; atada de manos y pies porque, aunque me gustaría, no tengo idea de cómo cambiar el curso de esta historia. Soy una chabochi y, aunque he aprendido el atributo de la libertad, ese solo hecho me colma de vergüenza.