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Los anuncios realizados por el Gobierno de Cuba en materia de inversión extranjera y en el reconocimiento del papel económico de los cubanos residentes en el exterior representan, sin duda, un paso en la dirección correcta.
Quienes hemos abogado durante años por este reconocimiento, y por la integración plena de la diáspora en la vida económica del país, vemos en estas medidas un gesto importante y largamente esperado. Aunque todavía resultan insuficientes, abren una puerta que durante décadas permaneció cerrada.
Es positivo que se pretenda simplificar procedimientos, otorgar mayor autonomía en la contratación de la fuerza laboral, permitir gratificaciones en divisas, facilitar el acceso a insumos críticos como el combustible y establecer plazos más ágiles y previsibles para la aprobación de proyectos. En teoría, estos cambios podrían favorecer un entorno más dinámico, eficiente y menos burocrático para quienes desean invertir y operar en Cuba.
Pero el verdadero impacto de estas medidas dependerá de cómo se implementen. La experiencia nos ha enseñado que muchas reformas prometedoras se han quedado en el papel por falta de coherencia entre lo anunciado y lo ejecutado.
El país necesita avanzar hacia un marco regulatorio estable, transparente y predecible que ofrezca seguridad jurídica y confianza real a inversionistas, emprendedores y socios internacionales. Sin estas garantías fundamentales, ningún cambio podrá consolidarse de manera sostenible.
También me preocupa que persistan obstáculos estructurales que continúan limitando la confianza en el clima de inversión. Cuba debe eliminar los procesos burocráticos excesivos que retrasan, distorsionan o encarecen cualquier iniciativa. Pero además, es imprescindible enfrentar de manera frontal la corrupción, el nepotismo y el favoritismo, prácticas que generan inequidad, incertidumbre y una percepción de arbitrariedad. La igualdad de reglas y oportunidades debe ser un principio básico de cualquier modelo de desarrollo.
En este sentido, el país necesita avanzar hacia una mayor independencia operativa y de gestión de las empresas respecto a los organismos estatales, permitiendo que puedan tomar decisiones basadas en criterios técnicos, comerciales y de eficiencia, y no en restricciones administrativas o intereses sectoriales. Una economía moderna requiere empresas con autonomía real, capacidad de innovación, competencia y responsabilidad directa sobre sus resultados.
El sector privado cubano, particularmente las MIPYMES, ha demostrado ser un actor resiliente, dinámico y sorprendentemente exitoso, incluso trabajando bajo condiciones adversas y enfrentando obstáculos significativos. A pesar de la falta de acceso a insumos, la inestabilidad normativa, limitaciones financieras y numerosos desafíos operativos, este sector ha crecido, innovado y sostenido a miles de familias.
Si se les brindaran condiciones favorables, reglas claras y un entorno realmente propicio para su desarrollo, sería imposible predecir el alcance y el impacto positivo que podrían lograr en la economía nacional. Su potencial es inmenso y, hasta hoy, apenas se ha comenzado a explorar.
En este contexto, es fundamental reconocer que la diáspora cubana —por su capacidad de inversión, su experiencia empresarial, su acceso a mercados internacionales y su vínculo emocional con la isla— puede convertirse en el actor económico más importante a corto y mediano plazo en la transformación del sector privado cubano.
Los cubanos en el exterior ya sostienen, financian y dinamizan buena parte de las MIPYMES actuales, y su participación crecerá a medida que existan espacios más claros y seguros. Ningún otro actor combina capital, conocimiento, compromiso y un interés natural en el bienestar del país como lo hace nuestra diáspora.
Integrar plenamente a la diáspora no es un gesto político, es una necesidad económica urgente. Su capital, su red global y su visión moderna pueden convertirse en un motor esencial de reactivación si se crean las condiciones adecuadas.
Asimismo, el avance económico dependerá de la creación de un marco legal sólido que proteja las inversiones, garantice contratos, establezca mecanismos confiables de resolución de disputas y permita operar con un sistema financiero funcional y estable.
Los inversionistas internacionales, los emprendedores locales y la diáspora necesitan garantías claras de que sus proyectos y capital estarán protegidos y respetados.
En resumen, celebro este primer paso. Es positivo, necesario y esperanzador. Pero aún queda un largo camino por recorrer para que Cuba alcance un ambiente de inversión moderno, competitivo y alineado con estándares internacionales. Lo que ocurra ahora —la implementación, la coherencia y la voluntad política para transformar la estructura económica— definirá el verdadero alcance y la sostenibilidad de estos anuncios.










