El insomnio de Ernest Hemin Gay

Imaginen a un escritor autodestructivo. Imaginen que la revista Life le paga 1, 10 dólares por cada palabra que publica. Imagínense que el 1 de septiembre de 1952 el muy hijo de puta se aparece con una noveleta de 27 000 palabras. Ahora imaginen que vende cinco millones de ejemplares en 48 horas. Imaginen que la novela es sobre un pescador cubano que vence a un gigantesco pez aguja solo para contemplar, impotente, cómo se lo devoran los tiburones. Imaginen que el libro contiene una de esas frases multigeneracionales que se las arreglan para trascender a modas y a épocas y que se convierten, en sí mismas, en encabezados de manuales de autoayuda: “El hombre no puede ser vencido… Destrozado sí, pero no vencido”. Imaginen que Hollywood hace una película. Imaginen que a Hemingway le dan un Nobel. Y después —para detener de un golpe nuestra capacidad de imaginar— se pega un balazo en la cabeza. Calibre 12.
Son pocos los que saben que a los seis años Ernest Hemingway se veía como la niña de El exorcista. Son muchos los que prefieren considerarlo —como si así lo explicaran todo—una especie de flautista de Hamelín de la masculinidad e ignorar que mientras su padre le enseñaba a manejar las armas en un cuarto, su madre lo vestía de niña en el otro. (Traumático, sí, pero mejor eso que —el caso del novelista Bret Easton Ellis— acabar siendo educado por una familia, los Ellis, obsesionada con “alargar el pene del niño”.)
Una infancia simétrica. Para su padre, el homófobo y un tanto primal médico Clarence Hemingway, era un boy scout. Para su madre, la casi local instrumentista Grace Hall, era la hermanita gemela y pizpireta de Marcelline. Y créanme: he visto a pocos escritores norteamericanos tan poseídos por el “Síndrome de Harvey Dent” como Ernest “Two Faces” Hemingway. Los psiquiatras lo dicen de otro modo, dicen que era bipolar.
Seamos sinceros, la “Cara A” de Hemingway era insoportable. Un tipo indestructible: sobreviviente a un ataque de obús; chofer de ambulancias en la Primera Guerra Mundial; perseguidor de submarinos alemanes en el mar Caribe (uno se pregunta cómo pretendía embestir —con tres granadas de mano— a un submarino nazi artillado con un cañón de 88 milímetros); domador de leones en un circo cubano; corresponsal de prensa famoso por “caminar tranquilamente bajo los bombardeos” (cobraba 500 dólares por cable y 1000 por artículo); más de 200 cicatrices (en una de sus innumerables fracturas se utilizó un tendón de canguro para unir sus huesos); testigo presencial en dos accidentes de avión consecutivos, lo que le permitió leer sus propias necrológicas… Un verdadero superhéroe sin otro problema, otro compromiso que el de hacer algo bien: boxear bien, pescar bien, cazar mejor, mirar una corrida como debe mirarse, y sobre todo, optimizar el kamasutra. (La lista incluye otros detalles caricaturescos como no usar calzoncillos y, ya que estamos, “tirarse pedos frente a Nicolás Guillén”.)
Sin embargo, cuando desde hace algún tiempo vengo intentando recopilar esas “hombradas”, siempre tropiezo con la misma sospecha: ¿Quién sabe si ese culto a la hombría que Ernest “Jesús” Hemingway predicó como un Nuevo Testamento y que parece sacado de la facción más fundamentalista de la Marvel, no fue más que un reflejo condicionado, una coartada? Podemos utilizar las premisas del psicoanálisis para comprender esta suposición. Un sentimiento reprimido suele manifestarse en la conducta como una inversión: por ejemplo, la sensación de debilidad o impotencia suele generar conductas arrogantes y omnipotentes. De manera análoga, sospecho que toda esa “virilidad de cómic” —rayos y truenos y centellas— no fue más que resaca de lo mariconil. Miraditas fulminantes al público.
Se sabe: la masculinidad hemingwayana bordea el ridículo. Y a propósito, recuerdo una anécdota que leí hace tiempo donde aparecen Hemingway y Faulkner en el escenario. Creo que fue en la Universidad de Virginia. Los becarios habían elegido a William Faulkner como conferencista y allí estaban todos, alrededor del tipo, salivando. Alguien le preguntó por sus contemporáneos. Básicamente, le preguntó por Hemingway. La respuesta es notable: “Hemingway ha construido el estilo perfecto con muy pocos elementos, ha construido un estilo muy cuidadoso, ha construido el estilo de un hombre que tiene miedo”. Al día siguiente, en todos los diarios norteamericanos apareció la noticia de que el autor de El sonido y la furia decía que Hemingway tenía miedo. La crítica de Faulkner se tradujo en avalancha de cartas pidiendo su cabeza, acusándolo de “envidia” y “resentimiento” y, ¡ay!, una ridícula respuesta del mismo Hemingway donde le presentaba a William Faulkner una carta del general Leclerc testimoniando que él, Ernest Hemingway, era un hombre valiente.
(Y el que sea tan vulnerable al entredicho no hace más que poner en evidencia que Hemingway no es alguien tan cumplido y equilibrado como nos quiere hacer creer si el más mínimo cuestionamiento de su hombradía lo pone tan pero tan mal. Es más: Sigmund Freud hubiera hecho una fiesta con este muchacho.)
Al “lado A” le debemos su literatura. Le debemos, por solo citar dos ejemplos, Por quién doblan las campanas y El viejo y el mar. El primero fue un Evangelio del Ejército Rojo. (Según Norberto Fuentes, esta novela tuvo una edición especial en la URSS, fundamentalmente diseñada para los soldados: “se trataba de un volumen en rústica, parecido a un bolsilibro”.) El segundo no demora en transformarse en algo que recuerda mucho, digámoslo sin vacilar, a Moby Dick para principiantes. (Lo que no impide que contenga inconfundibles marcas de la casa: una prosa de autoayuda, superación personal y liderazgo; palabritas en español para no hispanohablantes: “salao”, “guano”, “dentuso”, etc.; una buena maraña de ficción y non-fiction; y un comercial de varias cuartillas promocionando la pesca de la aguja.)
Al “lado B” le debemos sus 57 gatos. Su manía de fotografiarles el pene. Una carta dirigida a su cuarta mujer, Mary Welsh, donde cuenta cómo durante la actividad sexual ambos “intercambiaban los roles femeninos y masculinos”, whatever that means. Su actitud estatuaria. Una técnica narrativa para el suicidio: el suicidio hemingwayano. Y sobre eso es precisamente Running from Crazy, un documental de Barbara Kopple donde Mariel, nieta del sátiro, explica qué diablos pasa en su familia con los tiros en la cabeza, los barbitúricos y los secretos atroces. La historia del clan Hemingway, una casta tan pero tan disfuncional que parece escapada de un manicomio: Clarence se voló los sesos; Jack abusó sexualmente de sus hijas Margaux y Joan (insinúa Mariel en Running…); Margaux se atiborró el estómago de pastillas; Gregory —que ya era conocido por vestirse de chica y frecuentar así los bares de vaqueros de Montana— se sometió a una operación de reasignación de sexo y ahora se llama Gloria. ¡Tiembla, Ernest! La atmósfera es irrespirable.
Hay muchas hipótesis que intentan explicar el suicidio de Ernest Hemingway: impotencia (un rebaño de lectores lo identifica con Jake Barnes, el protagonista de Fiesta); leucemia; electroshocks en la clínica de los Hermanos Mayo; depresión; pérdida de memoria; delirio de persecución; trastorno bipolar; agrafía, etc… Pero, si tuviera que escoger mi propio escenario, sería el siguiente: Hay una anécdota sobre el hijo transexual de Hemingway que es muy reveladora sobre el final del viejo sátiro. Cuenta Gregory —tal vez deba decir Gloria— que una mañana su padre le escribió en blanco y negro: “El deterioro de tu caligrafía y de tu ortografía es un síntoma muy alarmante de tu enfermedad”. (Y no hay que ser muy avispado para advertir que la traducción de “enfermedad” es “homosexualismo”.) Años después, la madrugada del 2 de julio de 1961, cuando la letra de Ernest Hemingway empezó a declinar, el hombre bajó al sótano. Domingo. Escogió una escopeta. Calibre 12. Y se hizo un harakiri con fusil.
Vaya prueba de honor.

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