El método Marilyn Monroe

Hay una foto, tomada por Eve Arnold en el verano de 1955, de Marilyn Monroe en bikini, sobre el tronco de un árbol, leyendo el Ulises.

Confieso que de las dos o tres escenas eróticas que retumban hoy en los pasillos del inconsciente colectivo sexual de Occidente, esa es una de las que más me seduce: Marilyn Monroe leyendo semidesnuda. La otra, ya que estamos, es la escena más recurrente de la historia del cine: la de una mujer —Scarlett Johansson, Olga Kurylenko, Sibel Kekilli, Emmy Rossum, Eva Green, da igual—, after sex, con una camisa de mangas largas de hombre. Y mi cerebro se va a pique.

Me disculpo, chicas, por esta fantasía ordinaria: ninguna de las mujeres que he conocido ha leído así, en esa posición o con esas caras. Y mucho menos desnudas. Las mujeres solo leen así en la tierra baldía que es la mente de un hombre. A no ser que sean Michelle L’amour y pertenezcan a las Naked Girls Reading, un conjunto de chicas desnudísimas que leen a Ibsen, Shakespeare y Voltaire por los teatros del mundo.

Y está claro que cuando uno piensa mucho en Marilyn Monroe —como lo hicieron Arthur Miller y Joe DiMaggio, Andy Warhol, Salvador Dalí, Frank Sinatra y De Kooning, Mr. & Mrs. Kennedy (tal vez, después de Hillary Clinton, la mujer más engañada en público de Estados Unidos, la cornuda de América)—, la realidad se convierte en otra cosa. En algo raro. En algo que trastorna. Confieso, por ejemplo —nótese de qué manera me ha perturbado este “efecto Marilyn”—, que cuando veo a Cristina Escobar en la Mesa Redonda, acto seguido pienso: “los caballeros las prefieren rubias”. Pienso también que Rebeca Martínez fue la mujer más deseada y sola de la década del 90 cubano, como Marilyn Monroe lo fue en la década de los 50. Ando mal. Scarlatina de baja melanina, así se llama mi enfermedad. Y la transmiten estas rubias parpadeantes, algo irreales.

Se sabe: el Ulises no obtuvo permiso para entrar en los Estados Unidos hasta 1933, tras la sentencia del juez John M. Woolsey, quien sopesó de forma extrañísima —realizando electrocardiogramas a los lectores— si la novela de James Joyce pertenecía al género pornográfico o no. Eran los tiempos de la Ley Seca: al analcoholismo se sumaba la prohibición de importar “libros obscenos”; la definición jurídica de “obsceno” parecía inspirada en Marilyn Monroe: “aquello que tiende a suscitar impulsos sexuales o induce a tener pensamientos lujuriosos y sexualmente impuros”. Porque según John Woolsey, “en materia de Eros, el hombre de 1933 se estimula por lo visual y la mujer por lo verbal”. Si lo anterior es cierto: los deseos visuales de una mujer siguen siendo un misterio. Para qué decir más…

¿Lo hizo o no lo hizo? ¿Leyó Marilyn Monroe el Ulises o solo estaba fingiendo? “Al llegar al sitio convenido para tomar las fotografías”, cuenta Eve Arnold, “encontré a Marilyn leyendo en voz alta el libro de Joyce. No respetaba el orden de las páginas, leía de manera caótica, abriendo de vez en cuando el libro en diferentes sitios y declamando pasajes del monólogo de Molly Bloom”. Podríamos tal vez llamar a este neurótico método de lectura: el método Marilyn. (Y de ese marco un poco oracular, en que Marilyn repite las palabras de una mujer —Molly Bloom— que habita insatisfecha su mundo mientras afuera los hombres, su marido, todos los maridos, las ignoran, mejor no hablar.)

Recomiendo leer Las mujeres que leen son peligrosas (Maeva Ediciones, 2006), de Stefan Bollmann, siguiendo al pie de la letra el método Marilyn. Un libro sobre el arte de la lectura femenina: sus posiciones, preferencias y fetiches. Bollmann reúne una irresistible selección de pinturas, dibujos, grabados y fotografías de mujeres leyendo realizados por artistas desde la Edad Media hasta el presente. Y cataloga toda clase de lectoras: mujeres que “leen con una sola mano”, como diría Rousseau; lectoras solitarias, hipersexuales, neuróticas, sentimentales, agonizantes, inseguras de sí mismas, etc. Conclusiones desconcertantes: “la falta total de movimiento corporal durante la lectura, unida a la diversidad tan violenta de ideas y de sensaciones” solo conduce, según la afirmación hecha en 1791 por el pedagogo Karl G. Bauer, a “la somnolencia, la obstrucción, la flatulencia y la oclusión de los intestinos con consecuencias bien conocidas sobre la salud sexual de ambos sexos, muy especialmente del femenino”. O este par: “La lectura produce onanismo”; “la lectura provoca disidencias”. Y en en la última página del libro está, no podía faltar, Marilyn Monroe en bikini, conectada al Ulises.

Imagino a los artistas cubanos jorge & larry fabulando con Marilyn como lo han hecho con Obama o Pitbull, algo del tipo: “Rosita Fornés y Marilyn Monroe en la cola de la paladar Los Nardos, 1961”.

(Para aquellos a los que les faltan los tres segundos obligatorios de arte cubano contemporáneo: jorge & larry son dos artistas popims, especie de paparazzis 99% cubanos, que han “desclasificado” imágenes de Pitbull a los 17 años, en la pequeña habana de Miami, frente al Máximo Gómez Park; o de Vladimir Putin, sentado en un banco en las afueras de la Casa Blanca, con su maestra de primaria).

Porque, sobra decirlo: la “flor exótica” —así la llamó Guillermo Cabrera Infante— fue un Big Bang. Norman Mailer le dedicó una biografía excelente, llena de imágenes perturbadoras, y la apodó “ángel dulce del sexo”. Greta Garbo quiso hacer una película de Dorian Gray con Marilyn como antagonista. ¿Se imaginan? Garbo en el papel de Dorian, por supuesto, y Monroe en el papel de una de las chicas a las que Dorian seduce y destruye. Billy Wilder en The Seven Year Itch, para descerebrar a los hombres de 1955, la pone a recitar la explicación de por qué guarda sus panties en la nevera: “es por la calor”, dice ella feminista y Jacinto Benavente le explica: “Es que el calor es masculino”. Truman Capote le dedicó un ensayo fantástico en Música para camaleones. Escuchen el tono de Capote: Encontré el lavabo de señoras, y llamé a la puerta. Ella dijo: “Pase”. Dentro, se estaba observando en un espejo mal iluminado. Le dije: “¿Qué estás haciendo?” Contestó: “Mirándola a ella”.

Desde entonces, nosotros también hacemos lo mismo. Porque Marilyn Monroe no solo cambió las medidas de las sex symbol y el coste del peróxido; también alteró el género periodístico de la entrevista. En los tiempos del new journalism —cuya estrella era el periodista—, Marilyn contraatacaba con algo que puede ser definido como small talk: un jadeo que desarmaba al entrevistador, lo atontaba, por medio de las respuestas más descabelladamente sexuales y breves. Ejemplo pertinente: un periodista le preguntó qué se ponía para dormir y ella susurró: “La radio”. En otra ocasión le preguntaron cómo se vestía para acostarse y ella dijo: “Solamente Chanel número 5”.

Y mientras escribo esto, en una serie de diarios del mundo sale la noticia de que Norman Hogdes, un ex agente de la CIA, tenía una lista elaborada de personas a las que debía matar por encargo. En el número 16 estaba Marilyn Monroe. “Teníamos pruebas de que Marilyn Monroe no solo se había acostado con Kennedy, sino también con Fidel Castro”, dice Hogdes. “Mi comandante, Jimmy Hayworth (fallecido en 2011), me dijo que tenía que morir, y que tenía que parecer un suicidio o una sobredosis. Yo nunca había matado a una mujer antes, pero recibí órdenes… ¡lo hice por América! ¡Ella podría haber transmitido información estratégica para los comunistas, y eso no se podía permitir! ¡Ella tenía que morir! ¡Yo solo hice lo que tenía que hacer!”

El 5 de agosto de 1962, Norman Hogdes entró a la habitación de Marilyn Monroe y le inyectó una dosis masiva de hidrato de cloral, mezclado con Nembutal.

Hogdes, de 78 años, según su relato, habría logrado lo que Rimbaud no pudo: el homicidio de la Belleza.

 

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