El país zurdo

Sí, la televisión cubana es cancerígena. Noticiarios que hacen la autopsia de la noticia. Miniseries que son cadáveres maquillados. Consejismo. Telenovelas vomitivas. Karaoke ideológico. Todo vale. Somos inhábilmente hipnotizados. Y es lamentable porque hoy día, los patrones narrativos a los que los cubanos estamos expuestos de forma más habitual son televisivos. Hoy la gente ve la televisión como antes se leía a Buesa. (Hasta 1976, José Ángel Buesa había vendido en Cuba más de dos millones de ejemplares de su poesía.) Lo que me lleva a Cubavisión —pero elijan otro canal, cualquier canal—, el peor narrador nacional. En serio. Nada más escalofriante que un país hecho a la medida de quien se lo inventa.

Hace poco menos de un año, yo escribía en alguna columna que “lo mejor de la literatura de comienzos de siglo ya cambió de formato: está en True Detective, en Fargo, en The Wire. La literatura contemporánea está ahí, en lo que pudiéramos denominar narrativa HBO, narrativa FX”. Por supuesto, no hay ninguna novedad en eso. Los chicos y las chicas de 1992 —la generación Twin Peaks— lo saben hace tiempo. Pero ¿podemos decir lo mismo en Cuba? ¿La literatura cubana del futuro o, mejor dicho, del presente, pasa por Cubavisión? Silencio. Un silencio profundo y espeso. El silencio de las vacas.

Incluso siendo muy caritativos, en la TVC desembocan pocos escritores. Imposible no pensar en una discapacidad. En un método anticonceptivo. Hay tantos detalles sórdidos como estúpidos de por medio. Se trata de una televisión que no se esfuerza en absoluto por cautivar —ni siquiera necesariamente por “entretener”—, sino única e invariablemente por moralizar. La televisión cubana es como una institutriz del siglo XIX. El hábitat de toda una casta que se pasa la vida trasmitiendo estática con el decoro de quien sostiene un gran arte. Una mirada somera a nuestros dramatizados basta para reconocer esos libros que leen, dando saltitos, nuestros guionistas televisivos: folletos, efemérides, cuadernillos de educación sexual, lineamientos y moralejas. Los textículos han invadido el ICRT. Sí, porque nuestra televisión no tiene comerciales, pero está llena de mensajes. Tamborileos ideológicos. Una sociedad que se deja bombardear de tan buen grado por mensajes que equiparan lo que uno consume a lo que uno es, como si copiar el “Paquete semanal” acabara siendo una sinécdoque de nuestra falta de identidad, de nuestro carácter. Una mirada de Gorgona. Se plantea el drama de la lealtad a nuestra pantalla, pero no se ofrece nada a cambio.

Hipótesis a verificar: en la literatura cubana no hay ninguna referencia a los tics de la TVC. Nuestros narradores son autoinmunes. No hay ficción catódica en la Isla.

Vicente Luis Mora podría explicar todo esto mejor que yo; pero, a la hora de entender qué pasó en Cuba, por ejemplo, con la narrativa de los años noventa, la televisión nacional resulta más explícita que cualquier clave forense. Los novísimos son el Mr. Hyde de Cubavisión. Todo lo que no salía en pantalla. Todo lo que no entraba en la ultracorrección televisiva tenía cabida en la literatura cubana de esos años. Y nada más potente e insano que la ficción haciéndose cargo de esos espacios vacíos como revancha. Porque la televisión cubana era, es, sigue siendo, como un mago —¿el mago Lázaro?— cuyo mejor truco es haber desaparecido la realidad.

Ya sabemos el por qué, se ha repetido hasta el cansancio: el país tenía un semblante comatoso, una política espartana, una tendencia mitómana y egocéntrica que en ocasiones lo hacía bordear el ridículo; la gente se arrojaba al mar en cualquier cosa: balsas de poliestireno, cámaras inflables (un amigo cruzó el Estrecho de la Florida en una estrambótica bicicleta acuática). Vivíamos en una pesadilla de Fernando Pérez, pero en la TVC retrasmitían Xanadú. Solo falta indagar en el cómo: contábamos con un considerable rebaño de periodistas deshuesados. Cubavisión repetía para sí el monólogo de Segismundo: ¿Qué es Cuba? Un frenesí. / ¿Qué es Cuba? Una ilusión, / una sombra, una ficción, / y el mayor bien es pequeño; / que toda Cuba es un sueño, / y los sueños, sueños son.

Los cubanos necesitábamos anticuerpos contra esa irrealidad. Tal vez por eso, la literatura cubana del noventa se volvió —salvo contadas excepciones— reflejista (variante cubana del realismo), antropológica; los narradores cubanos cambiaron el erotismo por el jineterismo, la anécdota por el cronismo, la ambición formal por la comercial. Se entiende. Si la televisión era un speculum sine macula. Y esa narrativa casi secreta de los años noventa fue el mejor remedio o vacuna contra los monstruos de peluche de nuestra TVC.

Hay algo épico ahí. Un combate extrañísimo por la realidad: literatura vs. televisión. Una batalla donde los narradores vencen y se convierten en dueños del lugar para luego —15 años después— regresar a casa y darse cuenta de que nada ha cambiado, que Cuba quedó en la esquina exacta del tiempo en que la dejaron. Camelot está en la piedra. La televisión cubana sigue siendo tan irreal y antinarrativa como siempre. Solo que ahora se invierte el presupuesto del ICRT en porquerías desdramatizadas como Tras la huella.

Pienso en un canal como HBO, pienso en la forma en que articula su programación en torno a escritores y guionistas notables: David Chase (alias Los Sopranos), David Simon (alias The Wire), Alan Ball (alias Six Feet Under), David Benioff & D. B. Weiss (alias Game of Thrones), David Milch (alias Deadwood), Matthew Weiner (alias Mad men), Aaron Sorkin (alias The Newsroom), los hermanos Slavich (alias Epitafios), y un largo y generoso etcétera. Uno puede aprender, incluso, los rituales de algunos de ellos. Tomemos por caso Game of Thrones: después de cinco temporadas siguiendo los orgasmos de George R. R. Martin, sabes que el penúltimo capítulo es el más importante, sabes que siempre van a matar al héroe, sabes que la trama va a terminar cuando todos los puntos desconectados se encuentren y los dragones vayan al norte y quemen a todos esos zombis de hielo que raptan bebés.

Pero tenemos otros ejemplos. Pienso en la narrativa Showtime y la forma en que James Manos Jr. convirtió las novelas de Jeff Lindsay en Dexter, un serial-thriller miamense lleno de referencias deliciosas a lo cubano. Leyendo El pasajero oscuro —la novela que inspira la primera temporada de Dexter— uno encuentra cosas como esta: “Yo hablo español. Incluso entiendo el cubano. […] El dialecto cubano es la cruz de todos los hispanohablantes. El único propósito del español cubano parece ser correr contra un invisible cronómetro y emitir todo cuanto sea posible en ráfagas de tres segundos sin usar consonantes. El truco para entenderlo es saber de antemano lo que la persona va a decir, lo cual tiende a contribuir a ese mundo cerrado del que se quejan todos los no cubanos”. Otra: “Hace años corrió el rumor de que la inspectora Migdia LaGuerta había conseguido entrar en Homicidios acostándose con alguien. Con solo verla una vez te creías la historia. Tiene la cantidad necesaria de todo y en las partes necesarias […] Pero […] no entró en Homicidios utilizando el sexo. Entró en Homicidios porque es cubana, juega a la diplomacia y sabe cómo besar un culo. En Miami, esa combinación te lleva mucho más lejos que el sexo”.

Pero olvidémonos por un momento de los recursos; olvidemos el drama de la producción. Pongamos la mirada en las adaptaciones made in Cuba, en las historias, esto es, en el guion. ¿Cuántos escritores cubanos tienen espacio en el ICRT? Están tan ocupados nuestros narradores que el ICRT no ha tenido más remedio que recurrir a conductores, humoristas (los humoristas —solo ellos— han adquirido una licencia televisiva para parodiar a este país, para burlarse de sus modales de macho cabrío, para poner en duda sus supuestos saberes), actrices o trovadores para escribir programas dramatizados. Lo cierto es que todo el mundo se ha puesto a escribir guiones para el ICRT. Sonetos, por ejemplo, no. Supongo que porque les parece más difícil, hay que aprender a rimar y luego está todo el tema de la métrica. Con los guiones, en cambio, parece que basta con sentarse. Listo. Cuarenta capítulos. Quizá por eso siempre hay algo ligeramente raro en las teleseries cubanas. Como si los personajes hubieran aprendido a hablar gracias a un libro de refranes.

Recuerdo que Julio García Espinosa solía repetir todo el tiempo en la EICTV: “un país sin imagen es un país que no existe”. Pero ¿qué se hace cuando las imágenes de nosotros mismos no nos pertenecen? ¿Qué hacer si no somos nosotros al otro lado del espejo de la televisión cubana —ese patético espejo nacional donde los diestros siempre son siniestros, o viceversa?

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