En el principio

La columna de esta semana es confesional y algo arbitraria. ¿Cuáles son los mejores comienzos de la literatura contemporánea? Propongo un bonus track o una tarea para los lectores: que anoten los comienzos de novelas que no han podido olvidar jamás. Cosas del tipo: “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. O bien: “Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”. Incluso frases desnudas como: “Durante mucho tiempo, me acosté temprano”. Y potentemente sexuales como: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Mi pecado, mi alma. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.”

O sea, un top five de comienzos. Pero, lean bien, de novelas escritas después de 1990. Ahí está el pie forzado. Que el presente sea el mejor afrodisiaco. Anoto los míos:

1. Trilogía de Nueva York (1996), de Paul Auster:

Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él. Mucho más tarde, cuando pudo pensar en las cosas que le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nada era real excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más que el suceso y sus consecuencias.

2. Monstruos invisibles (1999), Chuck Palahniuk

Se supone que estás en una de esas magníficas bodas de West Hills, en una enorme mansión llena de flores y champiñones rellenos. Esto es lo que se llama la puesta en escena: dónde está todo el mundo, quién está vivo y quién está muerto. Es el momento de la gran recepción de Evie Cottrell, en el día de su boda. Evie está de pie en mitad de las imponentes escaleras del vestíbulo de la mansión, desnuda bajo lo poco que queda de su traje de novia, con la escopeta en la mano.

Yo estoy al pie de la escalera, pero solo físicamente. Mi cabeza está no sé dónde.

De momento nadie ha muerto del todo, pero digamos que el reloj marca los segundos.

3. Corazón tan blanco (1992), de Javier Marías:

No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados. Cuando se oyó la detonación, unos cinco minutos después de que la niña hubiera abandonado la mesa, el padre no se levantó en seguida, sino que se quedó durante algunos segundos paralizado con la boca llena, sin atreverse a masticar ni a tragar ni menos aún a devolver el bocado al plato; y cuando por fin se alzó y corrió hacia el cuarto de baño, los que lo siguieron vieron cómo mientras descubría el cuerpo ensangrentado de su hija y se echaba las manos a la cabeza iba pasando el bocado de carne de un lado a otro de la boca, sin saber todavía qué hacer con él.

4. Middlesex (2002), de Jeffrey Euggenides:

Nací dos veces: Fui niña primero, en un increíble día sin niebla tóxica de Detroit, en enero de 1960; y chico después, en una sala de urgencias cerca de Petoskey, Michigan, en agosto de 1974.

Los lectores de publicaciones especializadas quizá se hayan topado conmigo en el artículo “Identidad sexual en los pseudohermafroditas con deficiencia de 5-alfareductasa”, del doctor Peter Luce, publicado en la Revista de Endocrinología Pediátrica en 1975. O puede que hayan visto mi fotografía en el capítulo dieciséis del ya tristemente anticuado Genética y herencia. Ahí salgo yo, en la página 578, desnudo, de pie junto a un indicador de estatura, con un rectángulo negro velándome los ojos. En mi partida de nacimiento, mi nombre figura como Calíope Helen Stephanides. En mi último carné de conducir (de la República Federal de Alemania), mi nombre de pila es simplemente Cal.

5. Ventajas de viajar en tren (2000), de Antonio Orejudo Utrilla:

Imaginemos a una mujer que al volver a casa sorprende a su marido inspeccionando con un palito su propia mierda. Imaginemos que este hombre no regresa jamás de su ensimismamiento, y que ella tiene que internarlo en una clínica para enfermos mentales al norte del país. Nuestro libro comienza a la mañana siguiente, cuando esta mujer regresa en tren a su domicilio tras haber finalizado los trámites de ingreso, y el hombre que está sentado a su lado, un hombre joven, de nariz prominente, ojos saltones y alopecia prematura, que viste un traje azul marino y lleva sobre las rodillas una peculiar carpeta de color rojo, se dirige a ella con esta pregunta tan peregrina:

—¿Le apetece que le cuente mi vida?

 

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