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José Lezama Lima

“El primer libro que me regaló la primera muchacha de la que me enamoré” —cuenta Roberto Bolaño en Entre paréntesis— “fue uno de Mircea Eliade. Aún no sé qué quiso decirme con ese regalo. Otro, menos tonto, se hubiera dado cuenta de inmediato de que aquella relación no iba a ser demasiado duradera y hubiera tomado las medidas oportunas para no sufrir en exceso”.

¿Una mujer que obsequia libros de Mircea Eliade? No sé si eso es tan malo. No he leído a Eliade. Soy, probablemente, el cubano número 11.999.999 que no ha leído a Mircea Eliade. Pero Bolaño tuvo suerte después de todo. A mí me fue peor.

La primera chica de la que yo me enamoré (acto seguido pienso: no debí decir eso) me regaló Paradiso. Hasta ese momento yo siempre había conocido chicas-Dulce María Loynaz (“En ti quepo, estoy hecha a tu medida; pero si fuera en mí donde algo falta me crezco… Si fuera en mí donde algo sobra, lo corto”.), chicas-Wichy Nogueras (“Mirando un grabado erótico chino/ tú me preguntaste/ cómo era posible hacerlo de ese modo/ Lo intentamos/ ¿recuerdas?”), incluso —y estas proliferan como tumores— chicas-Buesa (“Pasarás por mi vida sin saber que pasaste”). Pero esta era una chica-Lezama. Con todo lo que eso significaba a la ridícula edad de 17 años, es decir, era una chica nerd. Hermosa, pero tenía ese defecto: veneraba a Lezama, El Maestro.

No se preocupen que —como diría Bolaño— aunque parezca un ejercicio de memoria, no lo es.

Esta larga introducción es para hablar un poco de la enfermedad, el mal endémico de las letras cubanas, la pulsión negativa que hace que ciertos libros en Cuba tengan más defensores que lectores. La lista es larga. Propongo comentar títulos selectos, como si se tratara de exquisitos y muy raros narcóticos:

Tenemos el ejemplo de Orígenes, la venerada (y a menudo aburrida) revista de arte y literatura que José Lezama Lima y José Rodríguez Feo fundaron en los años cuarenta. Si bien el culto a Orígenes es un virus que ya parece venir incorporado en el hard disk del genoma cubano, si uno comete el error de investigar qué porciento de la fanaticada origenista ha leído —al menos— un número de la revista, seguramente recibirá una respuesta desoladora: Orígenes es carne de póster, y su fantasma ha abducido a cientos de cubanos que ni siquiera han hojeado sus páginas.

Pero discutir sobre Orígenes sería, para mí, tan estimulante como debatir sobre el conceptismo o el culteranismo. Prefiero, en cambio, comentar un poema de Oscar Cruz que, dicho sea de paso, es uno de los escritores más antiorigenistas que he conocido. El poema en cuestión se titula “Orígenes hoy”, y consiste en un perfil de facebook de Lezama. La situación es esta. Imaginemos que un buen día recibimos una invitación de amistad: “Lezama quiere ser tu amigo en facebook”. En consecuencia, la mayoría de los usuarios haría lo siguiente: 1) dar clic en la Biografía de Lezama; 2) husmear un poco en su Perfil: un tipo que vivió en Trocadero; que estudió Derecho en la Universidad de La Habana; escritor; que en la casilla de sus relaciones pone: “es complicado”; y que, además, dirigió durante doce años una revista cataclísmica; 3) sin pensarlo dos veces, dar clic en “Confirmar solicitud”. ¿Y no será que Orígenes, hoy, también es eso: una revista, un grupo literario, un perfil de facebook con más seguidores que lectores?

También podemos mencionar Paradiso, de José Lezama Lima. Y en seguida aparecen todas las etiquetas como cuartadas: “libro inagotable”, “novela de culto”, “precursora”, “outsider”, y, finalmente y por encima de todo y de todos, “un clásico”. Sin embargo, creo que se trata de un calificativo grosso. Porque “clásico no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos” —según la definición de Borges—, sino “un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”. La idolatría y el fervor están garantizados (son conocidos los rumores de una comunidad de Testigos de Lezama “Jehová” Lima que utilizan esta novela como metáfora o símbolo de absolutamente todo). En cambio, eso de la lectura… No es broma: Paradiso es el libro más decorativo reeditado en Cuba en los últimos diez años. Los ejemplares se agotan, pero ya ni siquiera la gente lee el capítulo ocho —antes tan sublimado—; ya la gente no sabe qué leer de Paradiso, se las arreglan como pueden con la nota de contraportada. (Y esto, me temo, a pesar de que el reguetonero cubano Baby Lorenz planea tatuarse a Lezama en su hombro izquierdo durante la próxima Noche de los Libros.)

A Lezama parece sucederle lo que a Joyce: “Una obra maestra el Ulises, pero yo no he podido pasar de la primera página”, es uno de los comentarios más habituales. No creo que sea el caso de Paradiso, pero Oppiano Licario es una novela para no pasar de la primera página. No en balde César López —con la astucia de Sísifo— lleva más de veinte años preparando una edición crítica.

El tercer texto a discutir es Lo cubano en la poesía, de Cintio Vitier, uno de los tres libros de ensayo más importantes de la República, pero cuya fama hoy obedece a un equívoco: es probable que más de la mitad de los que compraron el libro lo hicieran esperando encontrar qué es lo cubano, algo que en cierta medida se justificaba, a juzgar por el título. Pues no: lo único que sabemos a ciencia cierta, por boca de Cintio Vitier, es que “no hay una esencia inmóvil y preestablecida, nombrada lo cubano, que podamos definir con independencia de sus manifestaciones sucesivas y generalmente problemáticas, para decir: aquí está, aquí no está”. Resumiendo: lo cubano se descubre descifrando en el cielo el vuelo de los pájaros, interpretando truenos, arrojando huesos y leyendo en las llamas. Cambio de título: La superstición en la poesía. Si ustedes lo leyeron, seguramente recuerdan esa parte en la que Cintio dice, a propósito de la poesía de Julián del Casal, que uno de los atributos de lo cubano es el frío. ¡El frío! (A raíz de la iniciativa de Vitier, se están desarrollando investigaciones sobre el alcance curativo de ciertos poemas de Casal. Y ya sabemos que en muchos hospitales de la capital, si usted llega con algún sarpullido, hiperhidrosis, o totalmente deshidratado, los médicos prescriben la lectura de Hojas al viento.)

El cuarto clásico que alegaré es Indagación del choteo, de Jorge Mañach. Menos mal que la palabra “choteo” Mañach la utiliza en su primera acepción, porque si no estarían en un aprieto muchos catedráticos. Fíjense si Mañach es un clásico en términos de desconocimiento, que la mayoría de las personas, ni siquiera los interesados en Mañach, ensayan sobre Teoría de la frontera, o Estampas de San Cristóbal. Es como si el tipo fuera monógamo: un escritor de un solo libro.

El quinto texto es el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, de Fernando Ortiz, que en su tiempo fue como el “ábrete, sésamo” de la cultura y la sociedad cubanas, pero si usted menciona hoy el Contrapunteo… la gente solo atina con el ajiaco. Ya saben: memoria gustativa. Y esa obsesión del cubano con los alimentos que hunde sus raíces en la tierra del inconsciente colectivo. (De hecho, muchos cubanos piensan que le deben a Fernando Ortiz la caldosa de los CDR.)

Y estos son los clásicos cuyos nombres realmente recuerdas. Después están esos clásicos recónditos, de oídas, cuyos títulos apenas puedes repetir, pero que estás completamente seguro de que lo son: Félix Varela (¡y la Schola Cantorum dice!: “el que nos enseñó a pensar”), Domingo del Monte (por lógica: uno de los miembros del círculo delmontino), Esteban Borrero (¿sponsor de Nelda Castillo?), Tristán de Jesús Medina (ahhh), Medardo Vitier (uhhh), Chakal & Yakarta (¿autores del poema sáfico “Ellas son locas, ellas son locas, ellas son locas”?), Manuel de Zequeira (ehhh), y que pase el que sigue…

Una confesión: la última chica de la que me enamoré —calza el número de Madonna, por cierto— me acaba de regalar un libro de Aymara Aymerich que se titula: Todas las mujeres se desnudan. Suena bien. Pero, por otra parte, ¿una chica-Aymara Aymerich? (“¡Hola, somos víctimas versátiles! Iniciemos una relación de mutualismo. Soy la autora, igual que tú, muy contradictoria”.) Desde esa noche no puedo dormir. Ahora es a mí al que le toca huir.

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