Sigue leyendo: Los desnudos de Wendy Guerra

Wendy Guerra

Nadie desea formar parte de una ficción y

menos aún si esa ficción es real.

Paul Auster

La conocí —quizás el término sea excesivo— hará unos seis años. Sabía que era cubana y que era escritora, aunque nunca había leído nada suyo. Se llamaba Wendy Guerra. Era delgada, de estatura más bien baja. El pelo negro, corto.

Nos pusimos a hablar de libros. Sus gustos eran más que elocuentes. Unas veces hablaba de Marguerite Duras y Hannah Arendt, la judía alemana amante de Heidegger por 25 años. Después se metía con los diarios eróticos de Djuna Barnes. Luego, con Henry Miller: ¿Quién recuerda ahora a Henry Miller? El viejo sátiro calvo y poderoso. El Miller de Trópico de Cáncer. De hecho —según decía—, le hubiera gustado acostarse con él: un tipo que se ofende con la delicadeza de una mujer desnuda y quiere verlo todo, verla, incluso, orinar. Sobre Anaïs Nin se limitó a afirmar que era, sin duda, una de las más grandes escritoras del siglo pasado. Esas fueron sus palabras exactas: que después de Djuna Barnes y Marguerite Duras, o con Barnes y Duras, Anaïs Nin era una escritora capital del siglo XX.

Lo razonable habría sido disentir, pero en aquel entonces todo lo que yo podía argumentar sobre la poética de Nin quedaba peligrosamente resumido en un verso de Roberto Bolaño:

Soñé que hacía un 69 con Anaïs Nin sobre una enorme losa de basalto.

Alguno de los presentes había leído —en otro tiempo— Delta de Venus, pero Wendy mencionó otras obras de la escritora de origen cubano. Creo recordar que habló de todos sus diarios, y los citó cronológicamente. Aquella excesiva demostración quedó de tal modo impresa en mi memoria que al instante traté de pensar en Wendy, traté de imaginarla sola en su habitación intentando escribir diarios eróticos a la manera de Anaïs Nin, algunos a la manera de Jeannette Winterson, a la manera de Duras y de Barnes. Traté de imaginarme esas exuberantes páginas de magnífica “prosa interior”, pero entonces no pude. O no quise. Hace unos días, las leí.

Todo empezó por una antología de narradores, Bogotá 39, una especie de Latin American Idol literario, dedicado a los 39 escritores latinoamericanos más significativos, menores de 40 años. El volumen tenía en su catálogo juvenil cuatro cubanos: Ronaldo Menéndez, un escritor notable, pero, al parecer, para la crítica literaria cubana notable no es sinónimo de memorable. Ena Lucía Portela —por cierto, ¿qué se sabe de Ena? Karla Suárez, en otra época, una escritora muy leída; de hecho, a muchos narradores cubanos les hubiera encantado escribir como Suárez, en otro tiempo, cuando Karla era una young writer y publicaba aquello de “soy hembra, ¿quieres ver?”. Esa Karla Suárez erótica y castrante. Y, finalmente, Wendy Guerra. Era la única que no conocía de nada y su nombre, en aquella antología, resultaba un enigma.

“Estoy en desventaja contigo”, dije. “Yo no he leído ni una línea tuya”. Vivir en Cuba tenía sus perjuicios, y estar al día con los libros publicados en el exterior era uno de ellos. “No te has perdido mucho”, dijo Wendy. “Te lo aseguro”. Así que hice como recomienda Claudia Apablaza y puse su nombre en Google: WENDY GUERRA. El asunto no revestía mayor misterio, excepto, tal vez, por las fotografías. Estas eran, en general, desnudos o semidesnudos, y algunos montajes con Carla Bruni. Recuerdo que pensé que la crítica literaria tendría que animarse a leer en la figura de Wendy cierta teatralidad consecuente con su literatura. “Cada escritor, tiene la cara de su obra”, decía Julio Ramón Ribeyro. De modo que todas esas poses eran textos, mensajes, compulsiones. Y muchos —la mayoría de los montajes—, apócrifos. Ahí hay una clave para leer Posar desnuda en La Habana (Letras Cubanas, 2013). Sumarle a esto el aspecto de heroína de Sex & the City de su autora y los lectores cubanos no dejarán el libro.

Posar desnuda… es un diario apócrifo, una novela de formación de una escritora que aparentemente está especializada en escribir novelas de este tipo. Porque el tema secreto de la obra de Wendy Guerra es el narcisismo. La autopsicografía. Y en Posar desnuda… narra la estancia habanera de Anaïs Nin como si fuera el reverso de sí misma, la versión anterior de su propia vida, tal y como la cuenta en Todos se van (Bruguera, 2006). Es como si las dos biografías se superpusieran, o como si se tratara de un mismo personaje reencarnado en diferentes libros. Es como si Todos se van fuera un efecto de leer Posar desnuda… O viceversa. Porque, como sabemos, la realidad imita a la ficción. Wendy sufre lo que en psicología se denomina Síndrome del Bovarismo, esto es: la angustia de querer ser como son los personajes de las novelas (no es que yo sepa mucho de psicología, pero tengo a mano “Literatura y Psicoanálisis”, de Ricardo Piglia, mientras escribo esto y se lo he plagiado directamente al argentino). Bovarismo: ahí está el núcleo. Wendy Guerra existe por contigüidad con Anaïs Nin, y su ficción responde a esa causalidad irónica. “Posaré”   —dice Anaïs/Wendy—, “pero en distintos ángulos”. La utopía narcisista. Se diría que sus novelas son los “distintos ángulos” de ese desnudo de los años veinte. Sí, porque no imagino a Wendy/Anaïs frente al viejo decrépito que le mostraba el pene a Reina María Rodríguez en Variedades de Galiano. No me imagino a Wendy posándole a la ruina.

Pensaba en todo esto mientras leía un ensayo de Roland Barthes (“La muerte del autor”) sobre el raro orgullo de olvidar al autor. Tengo que decirlo: uno se queda con ganas de indicarle a Barthes: “Roland, bróder, esa teoría está muy bien para un escritor como Philip Larkin, que lo más animado que hizo en su vida fue engordar. Pero no para Wendy Guerra y su literatura selfie”. Y tal vez porque en la selfie-escritura el autor deja de ser, exclusivamente, una voz narrativa, o lírica, o teatral: su físico se convierte en un elemento estético, en performance (recomiendo una ojeada a la edición cubana del poemario-selfie Ropa interior). Y no significarlo sería como una presentación de Las vírgenes suicidas, sin suicidio. Como Posar desnuda en La Habana, sin desnudo.

Pro: Wendy sostiene el tono narrativo de Anaïs Nin. Parece fácil, escribir es un caso de impersona­tion, de suplantación de personalidad, pero a muchos buenos escritores no les ha funcionado. ¿Recuerdan aquella novela de Padura, La novela de mi vida?, ¿recuerdan a Padura haciendo featuring con Heredia? Fatal. Para lectores querellantes recomiendo La muerte de Virgilio. Hermann Broch featuring Virgilio. Ya lo sé: ser escritor es convertirse en otro, hacerse pasar por otro, pero los escritores cubanos no siempre dan el casting.

Contra: Una vez más, el diario íntimo para narrar desde “lo hembra”.

Paranoias: ¿Cómo puede una autora que solo tenía una novela publicada, apenas once meses antes de su inclusión en la lista colombiana, ser uno de los más significativos narradores latinoamericanos? La verdad, no lo sé. Pero con Posar desnuda en La Habana, Wendy se acaba de ganar su inclusión en Bogotá 39. Mañana —con Negra (Anagrama, 2013)— tal vez gane el Bruguera.

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