Los diarios androides

Terminé de leer Diarios (Anagrama, 2007), el muscular volumen que contiene la vida y obra y eyaculaciones de Andy Warhol. Un tour-book en estado zombi promocionando las drogas, el sexo duro con todos, con lo que se cruce, y la caída libre en fiestas tóxicas. Una suerte de “Manual de instrucciones para ser Andy Warhol” rebosante de slogans y chismes y mandamientos para fans adictos.

Salí de ahí tambaleándome.

Porque a diferencia de Ricardo Piglia —que alimenta disciplinadamente sus memorias a base de tres páginas de escritura diaria, llueva o truene—, Andy Warhol le dictó a Pat Hackett (su secretaria y telefonista paranoide) las 979 páginas de Anagrama que cubren desde 1976 hasta su muerte, en 1987. Ese es el origen de Diarios: más de 21 000 horas de conversación telefónica. En menos tiempo se escribió el Ulises.

(De haber sido un usuario de Cubacel, Warhol habría tenido que abonar más de un cuarto de millón de CUC)

Pero ¿por qué leer a Andy Warhol?

Porque era un androide: una cruza de príncipe dark, ogro, vampiro, lobo feroz y Rogelio Orizondo.

Porque tenía una relación más que rara con sus perros, Amos y Archie, a los que les untaba cocaína en el pene.

Porque apilaba minuciosamente todos sus gastos, hasta los más ridículos: “Llamada telefónica para preguntar unas señas (teléfono: diez centavos)”.

Porque tenía una idea cada vez más concluyente de que el arte tiene implicaciones clínicas, de que el arte es un antihistamínico.

(Fascina pensar en el día en que los médicos cubanos nos receten a Wilfredo Prieto cada ocho horas y un Glenda León antes de dormir. Sorprende imaginarnos contentos porque nos han mandado a Bellas Artes en busca de un Lázaro Saavedra en pastillas y asqueados porque tenemos que bajarnos varias cucharadas de jarabe de Kcho. Intriga pensar en si las ganancias de los artistas cubanos del futuro serán fijadas previamente por su alto potencial psicofármaco o si sus cotizaciones y ventas se verán afectadas por el hecho de que “bueno, esta pieza funciona bien para las hemorroides, pero para eso ya tengo a… mmh… Arturo Montoto”. Tal vez, entonces, nuestros artistas expongan en los sanatorios y los médicos sean, literalmente, “curadores” acreditados de arte cubano.)

Porque entre una raya y otra de cocaína terminó un retrato de Mao Zedong, pensando que más sex-appeal tenía el Fidel Castro gimnasta.

Porque aparecía haciendo de sí mismo en las películas y porque se mofaba del teatro latinoamericano, un teatro demasiado preocupado por el efecto. (El teatro latinoamericano es como un restaurante paranoico donde los camareros sonríen demasiado, aunque las personas que van al restaurante no necesitan la amistad del camarero. Devuelven la sonrisa para que este se marche.)

Porque estaba harto de la lata de sopa Campbell’s.

Porque en algún momento se le ocurrió la idea de que “los conductores de los noticieros deberían informarnos mientras desayunan o cenan”.

Porque vio desnuda a la bellísima Brigitte Bardot, cuando no dejaba de aullar todas las noches a la luna como una loba en celo.

Porque domesticó la verborragia.

Porque leía reportajes ajenos para robar respuestas ingeniosas.

Porque obligaba a los borrachos inflamables del abstraccionismo norteamericano “a añadir en el reverso de la tela una explicación detallada, no metafórica, de lo que se muestra en cada cuadro y de lo que significa lo representado sin ambigüedades”. (Cosas del tipo: “¿Esto de aquí qué es?” o “¿Quieres decir que este cuadro no va al revés?”.)

Porque vivía felizmente extraviado en las canciones de Velvet Underground & Nico. (Y, como prueba, alcanza con buscar el fonograma Songs for Drella: A Fiction, una insólita pero formidable biografía cantada por Lou Reed & John Cale.)

Porque usaba el número “18” para dar idea de multiplicidad o de abundancia. Decía, por ejemplo: “Esta noche tengo 18 fiestas”.

Porque era un freelance.

Porque alguna vez predijo que en el futuro todos seríamos famosos por quince minutos.

Porque fungió como jurado en concursos de imitadoras de Madonna y otorgó galardones insólitos al “Mejor Grito de Madonna en Escena” y a la mejor “Actuación de Madonna Asustada”.

Porque era un artista binario, de los que se adoran o se detestan.

Porque días antes del asesinato de Kennedy lo balearon por haber extraviado Up your ass —un guion imperfecto de la feminista y pistolera Valerie Solanas, obsesionada por autoembarazarse y dar a luz—, con la única cuartada de “ser Andy Warhol”. (Años después, cuando una chica le arrancó la peluca en una firma de libros, sintió como si Valerie le hubiera disparado de nuevo.)

Porque fue fans confeso de Congo: el chimpancé que mostró por primera vez sus dibujos y óleos en el Instituto de Artes Contemporáneas de Londres, en 1957. (¿Algo así podría pasar en Cuba? ¿Un chimpancé exponiendo en el Museo Nacional? No quiero ni pensar lo que dirían a eso algunos artistas cubanos que aún no alcanzan, todavía, a pesar de intentarlos con muchas ganas, el cupón para exponer su obra en Bellas Artes.)

Y porque dicen que murió de un modo estúpido, tranquilamente desatendido por una enfermera coreana llamada Min Chou.

Pero, a fin de cuentas, cuándo es que muere realmente un artista: ¿Cuando deja de pintar, cuando deja de exponer, cuando deja este mundo o cuando deja de vender? Supongo que la respuesta correcta es todas. Por eso, la Marilyn Naranja se licita en 17,3 millones de dólares.

Porque Andy Warhol está vivo.

Tiene apenas 87 años.

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