Por un cine venéreo

“El subdesarrollo es la incapacidad de acumular experiencia”

Edmundo Desnoes

Demasiadas y muy diferentes teorías hay sobre la Muestra de Jóvenes Realizadores. Algunas la señalan como el más importante escenario de rehabilitación y/o hemodiálisis del cine cubano. Otras la condenan como un triste fantoche del ICAIC —el padre autoritario e ineficaz— que todo lo admite y lo celebra. Para la mayoría de la crítica especializada, la Muestra es el vivero de un puñado de idiosincrasias cubanas: el subdesarrollo, la marginalidad, el desencanto, la precariedad, el exilio, y esa maldita circunstancia—culpable de muchos de los mejores hallazgos de nuestra cultura— que se llama insularidad. Para los demás, no es otra cosa que la meca de un cine hiperreal, claustrofóbico, contingente y ramplón donde, salvo raras excepciones, la realidad se convierte en una enfermedad venérea. Algo de eso hay.

Infectada por el virus de “lo cubano”, la Muestra de Jóvenes Realizadores padece cada año los efectos de una invasiva patología viral, de una enfermedad sistémica: una suerte de virus de inmunodeficiencia humana (VIH). Está claro que adolece tradicionalmente de autismo, bajo presupuesto y logorrea, de la misma manera que un cuerpo puede padecer ataques, espasmos y catatonia. Pero con algunos cineastas cubanos ya no se trata de una patología tradicional, sino de un síndrome, una fórmula, una estética que se aprovecha indiscriminadamente de “lo cubano” como una feromona. De un cine venéreo.

Caprichosos y monotemáticos, a menudo ligados con la realidad por un cordón umbilical bastante poco razonable —la cámara que manipulan—, la última generación de directores made in Cuba parece haber elegido el costumbrismo como matriz privilegiada de sus ficciones. Con ese dato y sin esforzarse mucho, cualquier espectador puede percibir la hora en que la Muestra se transforma en una galería de cuadros de feria: el actor que no da el papel de Hamlet porque tiene que hacer pizzas; el dramaturgo que ha evolucionado tanto psicológicamente que armoniza el teatro profesional con la venta de velas por cuenta propia (¡por favor, superemos al bailarín-constructor de Suite Habana de una vez!); el boxeador real-maravilloso y retratista naíf; los marginales pintorescos, con la historia de Cuba como telón de fondo; la joven profesional provinciana, patéticamente extraviada en la “Gran Manzana” de La Habana. Personajes que se saben parodias de lo que realmente quieren ser, action figures en un decorado nacional. Porque nada engendra monstruos tan cercanos y tan extremos como el cubanismo.

Tenía razón Julio García Espinosa cuando escribió aquello de “el futuro será del folclor” (“Por un cine imperfecto”, 1969). La verdadera tragedia del cine cubano contemporáneo es su inmunodeficiencia al color local. Sin retrovirales. Los jóvenes cineastas son portadores de una cubanidad venérea. ¿Cómo comprobarlo? La solución es sencilla, pero un tanto drástica, y consiste en exponerse a la radiactiva sobredosis de la XIV Muestra de Jóvenes Realizadores. En vena. Cuando uno ve la mayoría de esos 47 materiales sin pausa (22 de ficción, 19 documentales, 6 de animación) —como yo tuve que visionar algunos de los cortos—, la conclusión que saca es la siguiente: el único conflicto del cine cubano actual es el contexto. El fisiculturismo de la realidad. Su estetoscopia. Apenas hay argumento. Es decir, ya saben: en nuestro cine una pared descascarada significa la muerte de las ideologías. Expedito. La contingencia es nuestra kryptonita.

Mientras en otras cinematografías —pienso, por ejemplo, en las cintas de Cristian Mungiu (Nueva Ola rumana) sobre los últimos años del comunismo en Rumanía— el contexto funciona, siempre, como una biosfera para los personajes, en Cuba, el Contexto es un actor fetiche. Con mayúscula. Y tengo que decirlo: hay directores a los que habría que inducirles un coma farmacológico para quitarles de la cabeza el plano-secuencia de un derrumbe. Comienzo a sospechar que en el cine cubano La Habana no es la musa de Eisenstein, es la musa de Frankenstein.

La XIV Muestra de Jóvenes Realizadores —mala, buena, regular— estuvo ahí para recordarnos lo que a veces olvidamos: que nuestro cine se ha vuelto fisiológico; que nuestros cineastas parecen sociólogos, antropólogos, ginecólogos, humoristas, opinólogos, y nuestros periodistas parecen cineastas; que nuestra ficción hay que buscarla en los noticieros, y nuestra realidad en el apartado de “ficción” de la Muestra; que en un porcentaje altísimo, la mediocridad es la regla estética del cine nacional; que la obsesión de otras épocas por una ficción que develara una identidad es imposible hoy, porque no hay nada más obsceno para el cine cubano que la colectividad, la identidad y la épica; que los jóvenes cineastas han desmontado (quizás esta palabra sea excesiva) todo lo que la épica revolucionaria —a estas alturas canonizada y reproducida por los Aparatos Ideológicos del Estado (AIE)— había construido con esmerado lobby; que la Muestra, con su predilección deliberada por las historias disfuncionales, se ha convertido en una máquina capaz de rivalizar con los discursos nacionales y la ficción institucionalizada; y que es más fácil definir el cine cubano contemporáneo por lo que no es que por lo que es.

Para los que estamos hartos de esa forma de realismo social que contagia al cine nacional (y en el camino engendra una pavorosa cantidad de clichés), no parece haber esperanza posible. Mientras tanto y hasta entonces, como una novela sin destino —una obra que inventa sobre la marcha sus reglas y que trabaja con materiales sucios, incoherentes y precarios—, la Muestra nos habla de una Cuba que puede, cómo no, flotar o naufragar con inaudita elegancia.

La XIV Muestra de Jóvenes Realizadores representa lo que nos rodea hasta torcerlo y dejarlo inservible. A eso le llaman joven cine cubano. Un cine que no va a desaparecer en la nada. Va a desaparecer en el todo.

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