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Efectos secundarios

Hay una escena de Estrella distante, la compulsiva novela de Roberto Bolaño, donde aparece una lógica de la evolución literaria que muy bien le vendría a las letras cubanas. Se trata del pasaje donde Raoul Delorme, fundador de la secta o el movimiento de los Escritores Bárbaros, recomienda el método para dar forma a una nueva literatura. Esto se conseguía de una manera harto curiosa: defecando sobre las páginas de Stendhal, sonándose los mocos con las páginas de Víctor Hugo, masturbándose y desparramando el semen sobre las páginas de Gautier o Banville, vomitando sobre las páginas de Daudet, orinándose sobre las páginas de Lamartine, haciéndose cortes con hojas de afeitar y salpicando de sangre las páginas de Balzac o Maupassant. Sometiendo, en fin, a los libros a un proceso de degradación que Delorme llamaba “humanización”.

El escritor como profanador, literalmente. Eso lo supo Raoul Delorme al redactar La afición a escribir, un libro hecho de retazos, de apostillas, un patchwork que parece sacado de esa terrible habitación cerrada que es la lectura. Un libro apócrifo sobre el arte de la profanación literaria.

Pero el asunto va más allá. Imaginemos, por un momento, que escribimos ese libro en Cuba, con partes de distintos Premios Nacionales de Literatura. Imaginemos nuestra literatura contemporánea como uno de esos departamentos llenos de cuerpos destrozados, suciedad y mal olor. Al poeta Oscar Cruz (OC, a partir de este punto) habría que leerlo desde esa habitación. Es posible que ahí esté el secreto de su estilo: en la mutilación de las letras cubanas. Porque la tradición es un anillo que no hace absolutamente nada, excepto convertirte en un maniático invisible, la sombra de Tolkien. Por lo menos, así lo demuestran los tres tomos de la Historia de la literatura cubana: para ser inmortal, primero hay que morirse.

(Otra manera de entender esto rápidamente es entrar a una librería en Cuba, comprar cualquier libro de ensayos, abrir una página al azar o, si se es valiente de verdad, leer el libro completo; basta esa operación para comprobar que la mayoría de nuestros críticos literarios son como arqueólogos: su único problema es el de la datación y clasificación de restos: vértebras, costillas, torsos, etc., desde el fondo de las bibliotecas —arqueotecas—, convertidas en campos de excavación. Y, sí, algunos son necrófilos. Lo que sea, cualquier cosa que los distraiga del hecho de tener que leer a los escritores menores de cuarenta años.)

Si hay un autor que riñe en Cuba, a golpe de hacha y sierra eléctrica, con los demonios de nuestra tradición, ese es, sin duda, OC. La Maestranza (Unión, 2013) es un libro erigido sobre los certificados de defunción del grupo Orígenes, el dreamteam cubano. Amputar a Lezama, a Cintio, a Marruz. Lisiar la “Bella Poesía Nacional”, la high society. Porque nuestros escritores están demasiado comprometidos con la memoria. La memoria entendida no como un campo de batalla, sino más bien como un Parque Jurásico. Como si la literatura cubana contemporánea fuera una ofrenda floral dedicada a un panteón colectivo, lleno de mártires. La Maestranza comienza con esa insoportable verdad. Así que léalo en ayunas, de ser posible.

(Advertencia: A partir de este punto se malinterpretan algunos poemas del libro, por lo que el lector quizá prefiera detenerse aquí y regresar a esta columna una vez concluida su propia lectura del poemario.)

La Maestranza llegó a mis manos como un libro subversivo, esto es: un libro que plantea una relación íntima con el malestar, con la negatividad, con la inadecuación. Hay algo testimonial ahí: son los poemas del conspirador, del que diside, de aquel al que la literatura nacional se le parece demasiado a Dorian Gray: envejece —de pronto— todo lo que no envejeció y debió haber envejecido durante su vida. Es una poesía extrañamente beligerante. Puede que de ahí venga la necesidad de OC de embestir la tradición; apalear a todos esos escritores a caballo señalando el futuro y negándose a admitir que son parte de un pasado que ya poco y nada tiene que ver con este presente literario. La Maestranza es un gran ring.

mirando una pelea

entre Antonio Margarito

y Many Pacquiao, recibo

lecciones de poesía.

cada piñazo es un poema

[…]

cada poema lleva dentro hematomas,

torsiones, cortaduras.

“El poema como fiesta de golpes”. Incluso, el poema amatorio. Y créanme: en el parque temático de la poesía cubana contemporánea (que se ha rendido a la influencia del consejismo y la autoayuda), no hay muchos que puedan emular la inmunodeficiencia moral de OC.

le pegaba

uno

dos

tres

cintarazos

y ella se reía.

 

le pegaba

uno

dos

tres

tironazos

y ella se reía.

 

“hasta ahora toda va bien,

pero quiero que comiences

de cuatro en cuatro”.

El erotismo haciendo metástasis. Porque una cosa está clara: no hemos sabido leer todas las instrucciones para el uso de ese juguete rabioso que es la intimidad en la poesía de OC. Y sobre eso en La Maestranza hay un poema, “La derrota”, que no salió en ningún top ten, excepto en el mío:

“Uno no se mata por el amor de una mujer”,

escribió Cesare Pavese en su Diario, a manera

de adiós, después de llamar a varias putas.

“uno se mata porque un amor, cualquier amor,

te revela tu desnudez, tu miseria y tu nada”.

 

horas después se suicidó, en la misma habitación

donde lloraba.

es esto lo que importa tal vez:

ni el mundo

ni las putas

lo recuerdan.

Todo esto y mucho más conformando la especialidad de la casa: “narrar” Santiago de Cuba, sí, pero en cámara lenta. Alcance con decir que el Santiago de La Maestranza parece una versión macro y total de la teleserie Under the Dome. Un sueño húmedo de Orwell con “fuerzas de la OTAN literaria”, granjas de formación, “duros escarmientos que incluyen:/ el estudio riguroso de la obra de Lezama,/ sonetos y elegías de Guillén”, “grandes escritores disertando/ con camisas de hilo”, “poemas liricoides, escritos por poetas del Senado”. Digámoslo así: a Pedro Juan Gutiérrez jamás le pasó por la cabeza lucrar con él. No existe una Trilogía sucia de Santiago de Cuba. Santiago no es technicolor.

En sus últimos tiempos —según cuenta Fresán—, Roberto Bolaño bromeaba con la idea de armar una antología de nueva literatura latinoamericana titulada Invasión, y formar a sus elegidos como si se tratara de una unidad de combate: “Unos pocos y muy calificados comandos ninja, algunos cuantos marines, y el resto… ¡a la Cruz Roja!”. No tengo dudas de que OC es de la primera casta. Y sus poemas son de asalto y desembarco. Porque ya lo dijo David Foster Wallace: “la tarea de la buena escritura es la de darles calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados”.

A ti, lector(a), ¿qué te hace La Maestranza?

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