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Todas las mañanas de mi vida recuerdo aquel poema de Stéphane Mallarmé —ridiculizado por Roberto Bolaño en El gaucho insufrible— donde más o menos se nos decía que el sexo y la lectura, a la postre, resultan aburridos, y que viajar es nuestra única salida. El viaje —como quien dice: la respiración— antes que el sexo y la literatura. (Hubiera sido interesante leerle esos versos de Mallarmé a David Foster Wallace, un autor cuyo único propósito en la tierra fue meter su pene en la mayor cantidad de vaginas posibles: 329 en 46 años, y escribir libros de culto o algo así.)

Pero en realidad de lo que más me acuerdo es de lo irónico que resulta un poema como “Brisa marina” para los cubanos, y de la ilógica de su razonamiento en este mundo paralelo donde viajar es casi una ucronía, esto es: un subgénero de la ciencia ficción, para entendernos.

Se sabe: los escritores cubanos —y semejante adjetivo tiene por maldita costumbre enrarecerlo todo— son los profesionales del “viaje estacionario”. Ahí están los ejemplos de José Lezama Lima, quien apenas salió de la isla dos veces: un brevísimo viaje a México en 1949, y a Jamaica, un año después. Y, más recientemente, del narrador capitalino Abel Fernández Larrea, que escribió su Trilogía sucia de Manhattan con el Google Earth. Porque claro, eso hace la literatura: no hace falta pisar una ciudad para conocerla. Conocemos Oxford por Crímenes imperceptibles, Ciudad Juárez por La muerte me da, Las Vegas por Beautiful Children, el DF por Mantra, Bogotá por Satanás, París por El síndrome de Ulises, Manhattan por American Psycho, Tokio por Tokio Blues. Y hay ciudades que solo conocemos porque sería imposible pisarlas: la Autofac que imaginó Phillip K. Dick, la Virtual Light de William Gibson, la exótica Amauroto de Tomás Moro, la Yoknapatawpha County en la que husmea William Faulkner, las urbes invisibles de Italo Calvino, la ciudad submarina de Ctulthu: esa metrópoli soñada por Lovecraft que acecha en el fondo de los océanos esperando el retorno de sus constructores.

Pero no siempre fue así, está claro. Hubo un tiempo en que los escritores cubanos prescindían del viaje sedentario (Pienso en Alejo Carpentier y Lisandro Otero, un par que hizo más giras que los Rolling Stones.) Y mientras recordamos, el viaje es posiblemente lo menos transitado en la literatura nacional contemporánea. Una ausencia que hay que llenar como sea y con lo que sea. Y para eso, afortunadamente, están nuestras cada vez más ocurrentes editoriales, a las que hay que salvar a toda costa, parece. Mientras tanto y hasta entonces, basta una ojeada a lo que se publica para notar el predominio, casi risible, de libros donde el viaje es a la inversa, marcha atrás (¿la guagua en reversa?), o cualquiera de esos eufemismos dentro de los que cabe destacar el viaje hacia nosotros mismos: el insight. Libros del tipo Por el camino de la mar. Los cubanos. Libros placebo.

Pero la idea es hablar de la verdadera literatura de viajes. En ese ecosistema destaca Ronaldo Menéndez, destaca su más reciente texto Rojo aceituna (Páginas de Espuma, 2014): un tour de trece meses por los principales espacios de la izquierda en el mundo, que sirve como anatomía del comunismo. Y como esto no es exactamente una reseña, más bien se trata de la enunciación pública y por escrito de una carencia —Rojo aceituna no está en ninguna biblioteca cubana (decir que no está en ninguna librería sería un lugar común). Nótese aquí el tono de reproche, releo unas malditas páginas escaneadas—, aprovecho para promocionar la epistemología de Menéndez: “Yo no llegué a ningún país diciendo, ‘¿y aquí, cómo está el comunismo?’, sino que llegué preguntado ‘¿dónde se toma una cerveza?’” Comunismo y cerveza, buen logaritmo. Imagino a Ronaldo en La Habana, durante la ley seca (me refiero a ese lapsus de tiempo en que no hubo cerveza en ningún sitio), entrándole al sistema en strike. Resultado: Rojo aceituna.

Hay que aproximarse a Ronaldo Menéndez desde varias direcciones. El ángulo biográfico lo retrata como un superficcionalista cubano, radicado en Madrid. El ángulo fashion lo cataloga como una especie de Nathan Zuckerman moderado, sin teléfono móvil, que un buen día decidió largarse por el mundo y exponerse al uranio del comunismo. El ángulo ideológico muestra a Menéndez explayándose en su metabolismo identitario:

Fuera de Cuba intento no decirle a nadie que soy cubano. A veces me he vuelto colombiano durante los veinte minutos de un viaje en taxi […]. Otras me he vuelto argentino […]. ¿Por qué escondo mi orgullo patrio cubano hasta el subsuelo […]? No se puede esconder lo que no se tiene […]. Cada vez que me dejo desenmascarar como cubano, y la consecuente información de que no vivo en la isla hace cerca de veinte años, tengo que sufrir el calvario de las preguntas de siempre: “¿Cómo saliste de Cuba?” “¿Y puedes regresar?” Esto último siempre va acompañado de una cara escéptica. Y acto seguido, un clásico: “¿Qué va a pasar cuando muera Fidel?” Pero la cosa puede llegar aún más lejos en mi temblorosa intimidad: “¿Tus padres todavía viven en Cuba?” “¿Qué edad tienen?” “¿Eres hijo único?” “Te deben extrañar muchísimo”…, y así sucesivamente. Imagínese esta cantaleta durante veinte años con cada taxista, burócrata, borracho de turno en un pub a las tres de la madrugada, chica con la se quiere ligar y mochilero de paso. Todos alegremente desconocidos formulando preguntas […].

Y para evitar esas preguntas, Ronaldo Menéndez cambia de país, viaja, como antiguamente los médicos recomendaban a sus pacientes, sobre todo a los que padecían enfermedades nerviosas. Viajar para soltar el carcinoma de la cubanidad. Contemplamos pasmados esas “postales” —sin la épica absurda de Telesur— que nos envía Menéndez desde cada región: China, Vietnam, Laos, Camboya, Chile, Cuba, Venezuela… Sumarle al paisaje la erosionante prosa de Rojo aceituna, que parece estudiada cuidadosamente en un aula de la W. G. Sebald University, con Paul Theroux como decano y el tío Matt de Fraggle Rock como jefe de cátedra. (¿Recuerdan aquella sección de los Fraggle…, “Querido sobrino Gobo”, donde un fraggle viajero enviaba postales insólitas, desde diversas partes del mundo, a su sobrino?) El libro de Ronaldo tiene esa óptica fraggle porque lo que se ausculta es el comunismo. Creo innecesario aclarar que leer Rojo aceituna cuando se vive en un sistema comunista puede producir efectos muy extraños.

Y lo del principio: ¿Por qué en Cuba, donde hasta hace muy poco tiempo viajar era una entelequia, apenas se publica literatura de viajes? (Piezas como Viajero sin itinerarios, de Enrique Labrador Ruiz, son extraños sirenios en las playas cubanas.) La verdad, no lo sé. Hoy, por ejemplo, en la librería de Línea y 12, Ateneo de Línea, solo hay pasaje —a juzgar por la nacionalidad de lo que se publica— para:

Haití (no hay mucha diferencia entre un billete a Haití y la lectura de La exhibición de atrocidades, del escritor inglés J. G. Ballard).

Bolivia.

España (la España de Belén Gopegui).

Venezuela (Boeing 747).

Ecuador (la Catedral de la ropa desechable).

Mayabeque (ese otro país).

Argentina (una Argentina desangrada por los fondos buitre: nada de Pauls, de Fogwill, nada de Fresán, de Washington Curcuto, de Guillermo Martínez; y ni hablar de Patricio Pron, Anna Kazumi…).

Rusia (tal vez deba decir: la URSS).

Angola.

La Inglaterra de Coleridge, la Alemania de Müller, la Francia de Víctor Hugo… El pasado.

Y boletos para viajar a esa otra Neverland —que siempre está luchando consigo misma— que es Cuba.

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