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Cuando llegó la Alarma Ciclónica, yo estaba en Oriente. Había sido invitado a un evento de trovadores en Camagüey y pensé quedarme unos días más con la familia.
El pasaje en tren hacia La Habana del día 28 de octubre fue cancelado por las autoridades como medida de protección ante la llegada del huracán.
Melissa llevaba días en nuestras conversaciones. ¿Cuándo comenzará a subir hacia el norte? ¿Con qué fuerza llegará a Cuba después de pasar por tierra en Jamaica? ¿Será posible que se mueva algo más hacia el oeste, y entonces sí, los vientos más duros llegarán a Camagüey? ¡Qué tragedia tener que pasar también por esto!
Desde las siete de la mañana del propio día 28, la víspera de la madrugada en que, según los pronósticos, Melissa comenzaría a atravesar el Oriente, en los barrios de Camagüey estábamos sin electricidad.
Para estar informados, probamos enviar la palabra “Huracan” –sin tilde– al número 2266 que ETECSA ofertó de manera gratuita. A las tres de la tarde, después de varios intentos fallidos, recibimos como respuesta un parte conciso de las diez de la mañana, por donde supimos que Melissa permanecía en Jamaica, ahora con categoría cuatro.
Ante los ojos de los vecinos sentados en la esquina, analizando la posible trayectoria del huracán, recordando que hacia la izquierda del fenómeno los vientos abarcan menos distancia y repasando tormentas de años atrás, un señor vestido de verde cargaba en su carretilla todas las bolsas de basura de la cuadra.

Nadie preguntó su nombre, de dónde venía o hacia dónde iba; si alguien lo envió o deambulaba por cuenta propia para cuidar la higiene de los barrios aledaños; nadie lo había visto jamás.
Regresó un par de horas después, ahora con la carretilla vacía y una sonrisa de satisfacción.
En Cuba hemos aprendido a sobrevivir en tiempos de crisis; sabemos de huracanes intensos. Han sido muchos años de Defensa Civil recitando las medidas de protección en la radio y en la televisión. Y hemos tenido al doctor Rubiera como un guía en los momentos difíciles, con ese tono que parece decir: “Todo saldrá bien”.
Recuerdo mi niñez en Matanzas. Esperaba los ciclones con la expectativa de varios días sin escuela, de irme a casa de los abuelos a comer galletas con mayonesa, de escuchar el viento detrás de la ventana y asomarme escondido detrás de un cristal a mirar cómo se mecían las palmas.
Pero uno ya sabe. La tormenta es impía: derrumba, mutila y mata.
En algún momento de la tarde, un grupo de vecinos, hablábamos sobre la posibilidad remota de que la vaguada impulsara a Melissa aún más hacia el este.
Así funciona la esperanza; se afinca de vez en cuando en los mejores deseos.
A las siete treinta de la noche, aún sin lluvias en todo el día, sin vientos y sin electricidad, los últimos vecinos cerraban sus puertas y ventanas. Había que ahorrar agua también, porque “los tanques vacíos son un peligro con los vientos”.
“Cualquier cosa puede ser un proyectil”, repite Rubiera.
Algunos ladridos aislados rompían el silencio pesado. La penumbra era la más extensa que había visto en estos barrios. Hasta las casas que acostumbran a encender su planta eléctrica estaban a oscuras.
Pasadas las nueve, llegó un mensaje de mi hermano desde La Habana: lo había enviado desde la mañana. La comunicación sigue difícil.
Después de las diez logramos sintonizar con Radio Reloj, a través de un número de teléfono que ETECSA también facilitó. Un locutor repasaba los resultados de un juego de béisbol de La Liga Japonesa y la actuación de los cubanos. Radio Rebelde transmitía una programación especial, con un spot repetido donde una voz grave anunciaba la alarma.

Partes de Guantánamo, de Holguín, de Bayamo; una gobernadora hablaba de la importancia de preservar la vida por encima de todo, de un recorrido por las zonas de posible afectación. Antes de que se cortara la llamada, no pudimos entender si el presidente había llegado a Santiago de Cuba.
Para sorpresa nuestra, en la madrugada llegó la electricidad, casi 18 horas después. No se sintió algarabía, solo el ruido de turbinas y, al rato, el sonido de presión salido de unas ollas. Como es habitual, tres horas después regresó el apagón.
A las seis de la mañana sonó el primer silbido de un panadero, para dar inicio a la acostumbrada fila de pregones: pan duro, pan suave, tartaleta.
La calle estaba seca, las tapas de los tanques en su lugar, los árboles rectos —los más robustos y los más endebles—.
Los vecinos que se fueron reuniendo en la esquina hablaban de Melissa: “Todavía está en Holguín”, “parece que no hay muertos”.
Yo intento conectarme para buscar información. Mientras, observo desde la ventana cómo el viento —que parece normal— mece las palmas.
Camagüey solo conoció el hombro izquierdo de Melissa. No hubo golpe directo, solo la advertencia.
Los vecinos siguen ahí. Una señora limpia su portal y se anima a poner música en su bocina portátil. Es la misma canción de siempre, la que quizás le recuerda su juventud. Todos hacen silencio para escuchar: “La vida sigue igual”.












