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Un muchacho empieza a escuchar a Silvio Rodríguez. Puede vivir aislado en uno de los pequeños municipios del país o amanecer con el sol detrás del puerto de La Habana.
Si tiene una guitarra a mano, aprende los acordes de Historia de las sillas y, con un poco más de práctica, logra imitar el arpegio de Quien fuera. Precisamente a través de Silvio y sus canciones, descubre a Chico Buarque y a Violeta Parra. Conoce a Serrat, y aparece también el ánimo de hacer su propia música, de expresar sus versos y hacer transparente su verdad.
Tiene el parque para cantar, las peñas de los otros trovadores y los bares privados que apuestan por lo nuevo, por el arte puro, sin los adornos mediáticos que consagran a artistas de poca historia y camino.
En Cuba, ser trovador es una vocación, pero también una afiliación. No bastan el talento ni la perseverancia. Para que la música suene “en serio”, primero hay que integrar la estructura: pertenecer a una empresa estatal que certifique, oficialmente, la condición de artista.
Este requisito determina quién cobra y quién canta “por amor al arte”.
Una comisión evalúa a los aspirantes y los avala para subirse a un escenario remunerado. Así se establece un doble principio de obligatoriedad: el músico depende de la empresa como mecanismo legal para trabajar, y la empresa está obligada a aceptarlo (en primera instancia) si el grupo evaluador lo declara “profesional”.
Las agencias y empresas musicales en Cuba deberían facilitar la participación de sus artistas en eventos nacionales e internacionales, acompañarlos en el desarrollo de su carrera, su promoción y en el desafío de la búsqueda de contratos de trabajo. Sin embargo, para la mayoría de los músicos, terminan siendo un eslabón parasitario entre quien paga y quien cobra.
No funcionan como representantes convencionales: no buscan contratos, no gestionan giras. Son un filtro administrativo que legitima la profesión sin necesariamente impulsarla. Un puente obligatorio entre el talento y la remuneración.
Por ejemplo, si un trovador es invitado a un festival, está obligado a solicitar una orden de trabajo a su empresa, a gestionar firmas y esperar 30 días, con suerte, para cobrar el 80, 75 o 70 por ciento de su dinero, porque la empresa retiene una comisión por el trámite.
Así, el bolero, la rumba, el son y hasta el reparto deben pasar por la ventanilla correcta antes de llegar al bolsillo del músico: un peaje forzoso para ser profesional.
En el discurso de clausura del IX Congreso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac) en junio de 2019, el presidente cubano insistió en la necesidad de modernizar el funcionamiento de estas empresas y adaptarlas a la realidad actual.
Por esos años, el Ministerio de Cultura y el Instituto Cubano de la Música trabajaron junto a varios artistas para diseñar un modelo distinto. Se debatía sobre la aparición de un registro del creador musical, sobre el papel de las empresas en impulsar la carrera de los artistas de su catálogo. No obstante, persiste la misma lógica: sin contrato no hay pago, y sin empresa no hay contrato.
¿Puede un músico vivir de su arte de forma legal sin la firma de una empresa? En Cuba, la respuesta es no.
La esencia de un trovador del siglo XXI no dista mucho de la de aquellos de siglos pasados: somos cantores populares que viajamos con la guitarra a donde se nos quiera escuchar.
Hoy tenemos festivales, nichos donde aliviar la frustración de cantar menos de lo deseado, y empresas que pudieran cumplir sus funciones ideales, pero a pesar de discursos, trabajos de perfeccionamientos, debates, consultas, planes y congresos, siguen cobrando comisiones por gestionar trámites que solo existen porque ellas existen.
Aun así, ahogados en los desajustes cotidianos, ya nos habituamos a que lo absurdo no parezca desconcertante.