El juego prohibido

Los que deciden cuándo podemos ser felices y cuándo no, olvidan quién es el soberano.

El cubano Yuli Gurriel corre tras conectar un jonrón en el séptimo juego de la Serie Mundial ante los Nacionales de Washington, el miércoles 30 de octubre de 2019. Foto: David J. Phillip/AP.

En Cuba aprendemos, desde niños, que el deporte nacional es el béisbol. Los nacidos, como yo, en los 70, crecimos con los éxitos de la pelota cubana. Campeones mundiales, panamericanos, centroamericanos, intercontinentales, olímpicos, mejores peloteros amateurs del planeta. También adobamos nuestro orgullo con algunas dudas, como esas que aparecían ante nuestro exceso de vanagloria: ¡hay que ver si en las Grandes Ligas dan la talla! La vida nos demostró que sí, que hasta los peloteros que eran suplentes en Cuba, o que nunca hacían equipo nacional, eran de alta calidad, como fue el caso de Rey Ordoñez o del Gambao Escobar, que no veían el sol con German Mesa en Industriales pero que fueron grandes peloteros en sus respectivos equipos en Estados Unidos.

Nos cansamos de denigrar a Yuly Gourriel por ser poco oportuno, por no tener nervios de acero a la hora buena, pero al llegar veterano a los Astros de Houston, ha demostrado que es uno de los mejores peloteros del mundo.

Y así, la lista de éxitos de nuestros beisbolistas es muy larga, pero de todo esto, ¿cómo sabemos?

Los censores y controladores no permiten sentir orgullo, al pueblo, por todos sus compatriotas victoriosos fuera de la isla.

La angustiosa batalla de posiciones ideológicas, que ha sido una de las constantes de la Guerra Fría, –y que no ha terminado para algunos– puso a los símbolos nacionales cubanos, a los estandartes de la identidad y del amor del pueblo, en la primera fila de combate o en la primera trinchera defensiva.

Entre esos paradigmas de cubanía está la pelota. Nadie pensó nunca que la pelota se desangrara de la forma en que ha sucedido. Primero en hombres, cientos de ellos que se han ido, y que siguen marchándose para ver qué pueden hacer con sus vidas. En el otro lado de la balanza están sus equipos paupérrimos de Cuba, sus familias anhelantes, y la patria misma, que se llevan con ellos.

Pero hay más, la pobreza ha llegado a los estadios, a las gramas de los parques, a la Industria Deportiva, a la formación y capacitación de los entrenadores, a la cultura y educación de los atletas, a la instrucción de los árbitros, a la imaginación de los comentaristas deportivos, a la valentía de los periodistas dedicados al béisbol.

La pelota parecía intocable, grandiosa, preferida, pero no. El azúcar parecía lo mismo y los centrales azucareros gloriosos se convirtieron en fábricas de macarrones y sus bateyes en pueblos fantasmas.

Algún anti Midas camina entre nosotros. Todo lo que toca lo convierte en porquería. Lo hemos dejado disponer de nuestros tesoros y ha desvirtuado nuestra alegría y nuestra esperanza.

La pelota es del pueblo. Basta de funcionarios atontados decidiendo sobre nuestra pasión. Es una ofensa a la historia de Cuba que en un programa llamado Béisbol Internacional no se ponga la mejor pelota posible y que Cuba sea el único país del mundo que no pueda ver, aunque sea de forma diferida, la Serie Mundial de las Grandes Ligas, donde dos cubanos demostraban su valía.

A la misma hora en que se jugaba el séptimo juego de la Serie Mundial del 2019, entre los Astros de Houston y los Nacionales de Washington, la televisión cubana transmitía otro béisbol, un juego de preparación entre el equipo nacional y un club profesional de Taipei de China. Una vergüenza inenarrable.

No sé cómo alguien puede decidir una cosa así. Ese, el que idea algo como dejarnos sin disfrutar el mejor béisbol del mundo, en un país donde ese es el deporte nacional, merece nuestro repudio. Sabemos que los peloteros cubanos no pueden jugar contratados desde aquí, en las Grandes Ligas, conocemos la bajeza del bloque norteamericano, no lo olvidamos ni un segundo de nuestras vidas, pero tampoco olvidamos que hace unos pocos años se transmitió en Cuba, con un día de diferencia, una Serie Mundial completa.

Los que deciden cuándo podemos ser felices y cuándo no, olvidan quién es el soberano. Nosotros, a los que nos gusta la pelota, no nos convertiremos en imperialistas ni en capitalistas, ni en garroteros, ni en conservadores por ver la final del mejor béisbol del mundo. El presidente Chávez vivía orgulloso de Miguel Cabrera, nosotros no podemos mencionar a nuestros deportistas que se lucen en los mejores escenarios del mundo. Chávez no confundía a la patria con las miserias de la política circunstancial; nuestros funcionarios sí lo hacen.

Lo más triste de todo es que yo dudo que los que censuran y vetan dejen de disfrutar de la Serie Mundial. Ellos, escondidos en sus privilegiados espacios, representan al pueblo de Cuba, y gritan emocionados cuando el novato del año de esta temporada, nacido en esta isla, despacha un jonrón en uno de los terrenos de la gran carpa.

Yo pensé que eran las peleas de gallo y de perros, las corridas de toro, la lotería, las carreras de galgos, pero no, ya sé que la pelota es nuestro juego prohibido.

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