Diálogo y soberanía

Asumir el diálogo como parte del metabolismo político cubano es el cambio estructural más significativo que demanda el actual contexto de la Isla.

Foto: Osbel Concepción (Archivo).

Debemos dar vía expedita al diálogo. Debemos hablar, ponernos de acuerdo, exponer sentimientos e ideas. Debemos conversar para pactar. El diálogo es un antídoto al odio y a la represión; desarma tanto al fundamentalismo como a su hermano menor, el sectarismo. El diálogo es condición de los proyectos colectivos, de la socialización del saber y del poder. Viabiliza la justicia, la equidad, facilita enmiendas a los pactos sociales y sugiere profundidad política en el tratamiento a los asuntos de la nación.   

No perdamos de vista que la falta de diálogo sostenido, plural y naturalizado dentro del ordenamiento cubano, también es causa del estallido social del 11 de julio.

El enfoque que sostiene la función del diálogo como válvula de escape para las tensiones acumuladas en cualquier sociedad no desvía su afirmación como derecho, como modo sostenible para dirimir los asuntos públicos y privados, no solo como amaine a la crisis, sino como definición de la cultura política en una nación defensora de la justicia, la dignidad y la soberanía.

Asumir el diálogo como parte del metabolismo político cubano es el cambio estructural más significativo que demanda el actual contexto de la Isla, así como la cotidianidad del gobierno público y la sostenibilidad del proyecto nación. El diálogo mira de frente a los límites deliberativos y participativos de la institucionalidad cubana y sugiere ajustes en la norma y en la conducta.

Este es un asunto complejo en medio de un país con heridas recientes. No es una salida sin contexto, es un reto a la habilidad de reconstruir pautas de convivencia social y política tras un profundo estremecimiento, tras la explosión de tensiones e inconformidades causadas también, lo reitero, por los límites al diálogo que hemos sobrellevado.

¿Por dónde empezar?

Tomemos en serio que el término diálogo se abrió a la palestra pública con el mismo rigor y urgencia que el tema de las tiendas en Moneda Libremente Convertible (MLC), la inflación y las carencias.

Asumamos que es tan importante quitarle el tope a las palabras, las ideas, las percepciones y las propuestas país, como al precio de la malanga, la lechuga y la carne de cerdo.

Entendamos que las reformas inconclusas que también nos trajeron hasta aquí, no son solo económicas sino políticas. Dialogar sobre ellas es prever la prolongación de la crisis.

Intuyamos que la mera mención del término “diálogo” no significa precisamente que se dialogue sobre él. Hacerlo es escuchar, respetar y reconocer derechos en quienes tienen enfoques diferentes.

Diálogo, política y libertad

Reconozcamos con humildad las meteduras de pata, las descalificaciones a las ideas divergentes, la censura, la criminalización y el agravio moral a personas patriotas —sí o sí— que defienden líneas de pensamiento variadas, incluso de raíces socialistas y comunistas.

Comprendamos que si persiste en unas pocas personas el derecho autoasignado de velar por la pureza moral de la nación y del socialismo, incluso con el uso de espacios y recursos públicos, habrá poco que hacer.   

Evitemos la cacería de brujas o de pollos a quienes pretenden organizar espacios de reflexión y propuestas, institucionales o no, para contribuir a la reflexión y consolidación de los pactos que nos debemos: políticos, sociales, económicos, jurídicos y culturales.

Aupemos la existencia de espacios diversos como han sido Pensamiento Crítico, el CEA, Revista Temas, Espacio Laical, Cuba Posible, Articulación Plebeya, La Tizza, etcétera; voces de la nación, pero ninguna la nación toda.     

Asumamos en rigor qué significa dialogar para el partido único de la nación, cómo encarar ese desafío sin mesianismos, con pluralidad y con encuentros de base que alberguen todos los pensamientos de la nación soberna. 

Pactemos el legítimo límite entre quienes apostamos por la soberanía antiimperialista y quienes coquetean con la anexión. Pero dejemos reiteradamente claro cuáles son esos límites, los modos de manifestarse, de ser penalizados y las competencias para hacerlo.

Organicemos los medios públicos de información para que accedan a ellos la pluralidad de visiones, interpretaciones y propuestas que abriga el amplio campo del proyecto de nación justa, digna y soberana. Evitaremos así que jóvenes, en una sentada pacífica frente al Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT), sean detenidos y encausados por pedir 15 minutos de palabra.

Recordemos que información y formación son imprescindibles para sostener un diálogo cualificado. Facilitar el alcance del pueblo a visiones distintas sobre un mismo asunto es fraguar su capacidad soberana.

Incluyamos el diálogo como estrategia para sobrevivir en la plaza sitiada, como contenido para el desarrollo, como potenciación de las capacidades internas, como impulso material y espiritual a las fuerzas productivas del país.

Reconozcamos que el bloqueo estadounidense estará presente por mucho tiempo, sus intenciones perversas tienen raíces fuera de nuestro alcance. No nos salió bien defendernos en voz baja o con tapabocas. La democratización socialista es nuestra mejor defensa contra él. No sé si será viable, pero sé que no queda más que intentarlo. El diálogo sería un buen comienzo.

Procuremos que en nuestras escuelas se explaye como materia de estudio la cultura del diálogo. Todo cambio social requiere su reforma educativa. Este sería un buen punto para hacer sostenible un orden político dialogante.

Comprendamos que el diálogo no se restringe a las maneras en que la sociedad interpela al Estado. Tiene que ver, sobre todo, con cómo la sociedad, sus organizaciones, sus estructuras de producción de bienes y servicio, sus grupos y clases sociales, se relacionan entre sí. Por ello, el diálogo político es condición para la producción de conciencia individual, gremial, clasista y social.

Advirtamos el diálogo como anclaje político de nuestra soberanía. Este encamina la política entendida en términos de bien común, es instrumento para remover las asimetrías de poder, e impulso para desmontar las desigualdades históricamente creadas: diálogo como práctica política que nutre la conciencia cotidiana de la soberanía.  

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