No contar con estrategias coherentes para promover la obra de los músicos cubanos, sobre todo de los más jóvenes, es una de las principales barreras que atenta contra la visibilidad de los exponentes de diversos géneros musicales en Cuba, especialmente los que defienden una obra alejada de los patrones más comerciales de industria.
En las diferentes ediciones de los congresos de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y de la Asociación Hermanos Saíz (AHS), los propios artistas han reiterado su preocupación sobre sus pocas posibilidades de hacer visible su trabajo a mayor escala y de acceder a los medios de comunicación, que, por lo general, se dejan arrastrar por la ola de las modas o los gustos musicales mayoritarios.
Las inquietudes de los artistas han sido apuntadas con letras rojas en alguna agenda, pero luego, en la dura prueba de la realidad, ha fallado habitualmente su puesta en práctica.
De ahí ha nacido una contradicción perenne que atenaza el desarrollo y la expansión de la creación artística en el país: si desde el Estado y las instituciones culturales se trata de estimular la creación que responda a discursos propios, que defienda los conceptos creativos de vanguardia, por qué más tarde no pueden realizarse las estrategias correspondientes para que los músicos puedan proyectar su obra en escenarios de calidad y el público tenga la oportunidad de conocer los más diversos horizontes de la escena sonora cubana.
La naturaleza de estas contradicciones ha enseñado músculo en los últimos años con la apertura de bares privados o negocios por cuenta propia, que organizan conciertos con propuestas muy disímiles entre sí, que van desde el reguetón, la música electrónica, la trova o el rock.
Los establecimientos de este tipo han sabido tejer una plataforma de promoción, sobre todo a través de las redes sociales, con excelentes resultados. Es decir, la mayoría del público interesado en la obra del artista que promueven, sea cual sea, conoce hasta el último detalle de su presentación, mientras la mayoría de las instalaciones culturales estatales carecen de un bien hilvanado soporte que permita al público conocer su programación.
Hay que agregar que en años recientes se han inaugurado establecimientos donde se presentan músicos con una calidad probada pero, como se dijo, la vinculación con el público falla en muchas ocasiones porque los encargados de anunciar y divulgar las presentaciones no lo hacen o lo hacen sin el debido conocimiento de la importancia que tiene la comunicación en este tipo de lances.
Lo anterior provoca que en ocasiones los conciertos estén prácticamente vacíos y el artista vuelva a sufrir una carencia que no resulta demasiado compleja de solventar y que ha sido debatida hasta el cansancio.
Como muestra un botón: el club Barbarán, ubicado frente al llamado Zoológico de La Habana, prepara con frecuencia conciertos de trovadores de distintas generaciones con una obra generalmente notable, pero sus encargados apenas logran que alguien conozca lo que allí sucede. La promoción queda reducida a una parrilla a la entrada del club donde se anuncian, a veces incluso con errores, los nombres de los músicos que actúan y luego, en materia de divulgación, no ocurre absolutamente más nada.
Como el Barbarán existen decenas de instalaciones en todo el país con una oferta cultural que bien pudiera interesar al púbico. Sin embargo, los funcionarios que deberían ocuparse en dar a conocer el trabajo de su instalación atentan contra ellos mismos y contra el quehacer de sus instituciones al no promover con inteligencia y coherencia su programación, lo que además influye negativamente en las ganancias del centro y en el bienestar espiritual y económico del músico.
Este tipo de contextos se ha convertido en una camisa de fuerza sobre todo para los artistas noveles que no pueden costearse su propio equipo de producción y cuentan solamente con los mecanismos estatales para anunciar sus conciertos. El resultado, como sabemos, muchas veces deja en la vida del músico más incógnitas que respuestas.
El escenario cultural cubano ha cambiado vertiginosamente con la entrada en juego de los clubes privados y la imperante necesidad de muchas instalaciones estatales de ser rentables.
En este sentido es común ver cómo los directivos de los propios centros del estado organizan presentaciones de músicos o shows con la participación de algunos humoristas que no se corresponden con la llamada política cultural de país y que toman como base de sus espectáculos los temas de reguetón más agresivos y chistes que llegan en momentos a degradar al público.
No obstante, no se puede pasar por alto que las personas que asisten a este tipo de espectáculos generalmente saben a lo que van y llegan a disfrutar las ofensas y las vejaciones sonoras como si se tratara de lo más normal del mundo.
O sea, muchos cubanos han llegado a naturalizar este tipo de comportamientos artísticos que, dicho sea todo, responden a los contextos cambiantes de la Cuba de hoy, a los intereses de una parte de la sociedad que bien vista no parece ser tan minoritaria, y a las exigencias de un público que ve en los modelos de consumo impuestos por el reguetón una forma de vida y un espejo donde fijar sus expectativas.
El reguetón, comprendámoslo, no ha hecho sino sacar a la luz este tipo de intereses de muchos jóvenes cubanos y como fenómeno ha carecido de un análisis profundo y certero en los medios de comunicación. En cambio, ha sido criticado sistemáticamente sin indagaciones a fondo en las causas de su enorme crecimiento social y su cómodo asentamiento en los más diferentes estratos sociales del país.
En cualquier caso, los exponentes de este género, un universo muy diverso donde conviven por igual artistas con una obra marcada por fórmulas repetitivas y otros con un trabajo que no se puede desdeñar, han encontrado una forma muy efectiva de comunicación desde el underground cubano y ha dejado un par de enseñanzas en materia de comunicación de la cual algunos bien pudieran tomar dos o tres lecciones.
Una buena parte de las instalaciones culturales estatales y privadas poseen más rasgos en común de los que muchos quizás quieran apreciar. En ambas se organiza una propuesta en la que cabe casi todo de la que se cuece en cuestión de música en el país. Desde los cantantes de moda, esos que algunos han llamado bajo el dudoso término de pseudocultura, hasta aquellos que defienden contra viento y marea una obra que los identifique en el ámbito sonoro del patio y que no responde específicamente a los dictados más comerciales del mercado. Están, por citar algunos ejemplos, La bombilla Verde, un centro de gestión privada que alberga a trovadores de todo el país, el mencionado Barbaran o el Submarino Amarillo. Este último, perteneciente a la empresa estatal Artex, sí ha logrado hacerse de un público fiel que visita asiduamente el local sobre todo porque es uno de las pocos donde se puede escuchar rock en vivo en La Habana.
En resumen: no se pueden potenciar las anunciadas políticas culturales si a la hora de traducirlas al complejo lenguaje de la realidad carecen de un soporte fundamental como la promoción. Cuando este componente de la maquinaria naufraga, los artistas, sobre todo los más jóvenes, nunca alcanzarán la visibilidad que merecen y el público apenas sabrá que existen.
De ahí que, más temprano que tarde, saldrán a buscar en las instalaciones privadas lo que no encuentran en aquellas administradas por el estado o acudirán a la idea de emigrar para probar suerte en otros escenarios. Y sobran ejemplos de este tipo en la historia musical cubana.
Los tiempos han cambiado y los discursos deben tener un asidero reconocido en la realidad, porque de lo contrario las propias dinámicas sociales que la mayoría conocemos se encargarán de someterlos al escrutinio y la rapidez de la vida diaria los despojará, finalmente, de cualquier sentido.