Si hay algo en este mundo que me molesta es perder el tiempo. No soporto esos momentos en donde no se está descansando ni trabajando. Existen y se reducen a nada, convirtiéndose en manchas de incertidumbre en nuestra planificación diaria que nos dejan con una sensación desagradable de estar en una especie de limbo.
En estos últimos meses me he propuesto usar esos espacios grises y darles un propósito. Siempre intento cargar conmigo algún libro para no sucumbir ante la tentación de ver reels o le pregunto datos curiosos a ChatGPT, siguiendo los consejos de nuestro Apóstol cuando nos dijo que todos los días había que aprender algo últil.
El otro día aprendí de Matusalén. Supongo que muchos estarán familiarizados con esta frase: “Eso es más viejo que Matusalén”. Inspirada, por supuesto, en el personaje bíblico, pero ¿sabían que también es uno de los árboles más viejos del mundo?
El árbol Matusalén tiene aproximadamente 4850 años. Empezó a crecer hacia el año 2830 a. C.; o sea, que mientras se levantaban los primeros imperios y grandes construcciones como las pirámides de Egipto, este pinito ya estaba germinando en las Montañas Blancas de California.
Lo verdaderamente curioso es que esta especie (pino bristlecone) se desarrolla en condiciones extremadamente adversas: aire seco, frío, poco oxígeno, tierra rocosa con pocos nutrientes. Gracias a esto, casi ninguna plaga, hongo o insecto logra prosperar. Además, dicho ecosistema hace que estos pinos crezcan muy lentamente, lo que provoca que posean una madera muy densa y resistente a la descomposición.
Descubrir estas curiosidades me hace pensar en cuán acertado resulta, por parte de la cultura asiática, tomar enseñanzas de la naturaleza. Tan solo con investigar un poco sobre las “aptitudes” y características de este árbol, ya tenemos un ejemplo más de que la mejor manera de crecer y avanzar es lentamente. Y que debemos sacarle el máximo provecho a cuanto recurso tengamos a mano.
¿Qué hizo Matusalén para vivir tantos años fuerte y saludable? Primero, estar en un lugar donde nadie lo molestara y centrarse en su crecimiento personal, sin derrochar energía ni recursos de más en el proceso. Quizás nosotros podamos aprender un poco más de la naturaleza.
En este mundo todo va caricaturescamente rápido. A veces leo libros de épocas pasadas y quedo fascinada simplemente con la tranquilidad con que los personajes dejan pasar semanas, meses, a veces años, simplemente esperando. Cómo transcurrían los días entre charlas cotidianas; cómo las personas se conformaban con su destino, viviendo en sus pequeñas burbujas, en una sociedad donde, además, la esperanza de vida era quizás la mitad de la actual. Y ahora el tiempo no alcanza.
Siento que no podría vivir así. Tengo ansias interiorizadas de más… Quiero divertirme y vivir experiencias, quiero estudiar, construir mi futuro, enfocarme en mi trabajo, pasar tiempo en familia, en pareja, no descuidar a los amigos. Por supuesto, cuidar mi cuerpo, hacer ejercicio, estudiar más, dormir ocho horas, viajar. Tengo que organizarme, podría hacerlo mejor, debería hacer más o quizás debería parar y no hacer nada. Yo qué sé.
¿Acaso antes la gente no tenía estos pensamientos? Antes del Internet, de la electricidad…
¿Qué nos ha pasado?
Hay una conclusión muy obvia para atar todo esto y terminar esta disparatada reflexión, digna de una de esas pláticas telefónicas que se extienden hasta tal hora de la madrugada, que carecen de cualquier filtro lógico; sin embargo, les debo confesar que yo, en este momento, a la única conclusión a la que consigo llegar es que me gustaría ser un árbol, para ya dejar de preocuparme por cosas tan subjetivas y estar totalmente absorta en el único propósito de la existencia (aparte de reproducirnos), que es vivir útilmente el mayor tiempo posible, hasta nuestro deceso inevitable.