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La vida de estudiante es maravillosa. Al menos para mí, es una gran motivación tener la constante posibilidad de aprender y mejorar. Tenemos un mundo de oportunidades por delante, y muchas ganas. No hay nada más divertido que tener el deber social, marcado por la edad, de desarrollarse y crecer junto a un grupo de personas con los mismos intereses y metas. Al fin y al cabo, somos seres sociales, y la comunidad es un factor extremadamente importante, incluso si no nos damos cuenta.
Por esta razón, es muy triste ver que, en algunos lugares, lleguen a crearse ambientes desagradables por causa de actitudes poco “compañerísticas”.
Es curioso: con lo pequeña que es esta comunidad, incluso a nivel mundial —somos un puñadito de personas—, nunca podré entender qué placer encuentran algunos en fomentar escenarios hostiles e individualistas. Entiendo que la música clásica es una carrera competitiva, donde muchísimas personas tienen una técnica perfecta y aspiran a una oportunidad que, por desgracia, no siempre se puede compartir; pero nada justifica la falta de empatía con un compañero. La escuela debe ser un espacio seguro para aprender, para cometer errores y crecer; no para intentar aparentar perfección por miedo al qué dirán.
En mi recorrido he coincidido, tristemente, con estudiantes que disfrutan ver a otros alumnos pasarla mal en clases, que los profesores los regañen y muestren sus deficiencias. Por otra parte, he tenido el placer de escuchar a virtuosos de mi instrumento, y —qué casualidad— nunca he visto a ninguno de estos brillantes intérpretes incurrir en estas desagradables prácticas.
¿Será que el verdadero talento se encuentra en concentrarnos en nuestro propio proceso, en lugar de invertir tiempo juzgando a otros y, tal vez, compartir nuestra pasión sin recelo alguno?
Basta una persona en la clase para crear este ambiente desagradable. Lo peor es que en esas circunstancias, a veces sin darnos cuenta, poco a poco nos cerramos ante los demás, nos desmotivamos sin saber la causa e incluso se nos va olvidando por qué nos gustaba tanto lo que hacíamos.
Es duro, pero es verdad. Pasa en todos los ámbitos de la vida. Las personas negativas pueden crear entornos que nos drenan la energía. Así no se puede estudiar en paz.
Ya es bastante difícil comprometernos con una labor artística tan sacrificada, y que generalmente cada día se aprecia menos. Estudiar e investigar por horas, lidiar con nervios, ansiedad, inseguridades, síndrome del impostor, críticas, errores, oportunidades que nunca llegaron o dejamos pasar. Y esa sensación de que toda nuestra salud emocional dependa del resultado de una ejecución. Para el que lo vive, es un propósito sublime, pero a nivel pragmático, para el resto, es del todo prescindible.
Y después de todo eso, ¿hay quien es capaz de usar el poquito tiempo libre que tiene para desalentar a sus futuros colegas?
La música es, ante todo, un acto de comunicación. No hay técnica ni éxito que compense un camino recorrido en soledad o con rencor. En un mundo tan exigente como el nuestro, la empatía no es un lujo: es una necesidad. Crecer como artistas implica también crecer como personas, y entender que el “talento” florece más en un entorno en el que la confianza y el respeto sean la norma.
Al final, lo que permanece no es la ovación de un día, sino la huella que dejamos en quienes nos acompañaron en nuestro proceso.