Desde que tengo memoria, he escuchado que el ser humano es un ente social. Sin embargo, no fue hasta que crecí y viví un poco que esta frase comenzó a tener sentido para mí. Poco a poco me di cuenta de que los libros, las películas, las series, los chistes, incluso los dulces, se disfrutan más cuando tenemos con quien compartirlos. La música no es la excepción.
Desde pequeña, tocar mi instrumento en público era una tarea intimidante. Me costaba mucho sobreponerme a los nervios y ser capaz de disfrutarlo. Todo el mundo decía que mientras más lo hiciera, más fácil sería relajarme. Pero cuando una actividad resulta incómoda, uno naturalmente comienza a evitarla. Todo eso cambió cuando descubrí la música de cámara.
Las piezas de música de cámara son, como su nombre lo indica, composiciones hechas para formatos reducidos que surgieron por la necesidad de adaptarse a espacios pequeños (recámaras) donde se reunían los nobles o burgueses. Se caracteriza por la interacción entre los instrumentos, un diálogo en el que todas las líneas o voces son importantes.
No es que no supiera que estos formatos existieran, simplemente no había tenido el placer de experimentarlos en carne propia. Tocar con otro músico puede ser una aventura fascinante. Haciendo música de cámara pueden forjarse grandes amistades. Es una retroalimentación constante de ideas musicales, ética laboral y filosofías profesionales. Los ensayos, además, pueden llegar a ser muy divertidos y provechosos.
Los pianistas, como he dicho antes, somos bastante solitarios. Normalmente no formamos parte de la orquesta, no tocamos en grupo entre nosotros y, cuando acompañamos a otra persona, aunque puede ser muy gratificante, la dinámica es distinta a la que se da al hacer música de cámara. Lamentablemente, el goce de tocar con otros compañeros fue, para mí, un descubrimiento tardío en la música.
Subirse a un escenario infunde respeto, pero a mí la música de cámara me lo hace mucho más llevadero. No estás solo, así que la presión se reparte, y eso es muy reconfortante. Por otro lado, suele tocarse con partitura. (Para los exámenes de la academia, los pianistas, chelistas y violinistas debemos aprendernos de memoria nuestro repertorio de solistas. En momentos de tensión, en los que a mí, por ejemplo, se me puede olvidar hasta mi nombre, eso supone una preocupación adicional). La partitura del pianista tiene, además de su parte, las líneas de todos los instrumentos. Usualmente, el resto de los músicos tocan con una particella (que solo muestra su línea melódica y no la pieza en su totalidad).
El factor humano es imprescindible en esta experiencia. Si tocamos con algún compañero o colega de clase, tenemos sensación de equipo, de “nosotros contra el mundo”, de descubrir, buscar y hasta equivocarse para poder crecer. Si tenemos el placer de hacer música con alguien con más experiencia, puede servirnos de fuente de inspiración y motivarnos a estar a la altura, además de exponernos a valiosos consejos. Por otra parte, si nos toca trabajar con alguien cuya personalidad nos reta a ser tolerantes, podremos ejercitar la ética profesional y, sobre todo, aprender.
Sin importar qué edad o nivel profesional se tenga, hacer música de cámara es una oportunidad de aprendizaje que enriquece tanto la mente como el alma. Nos enseña, sobre todo, a escuchar y responder, a despojarnos del ego y ser un vehículo para el resultado musical. Además, a ser corteses: interrumpir o tocar más fuerte que un compañero, mientras hace un solo, es una falta de educación. Quien comete ese error no puede hacer otra cosa que pedir disculpas y continuar escuchando, e integrarse, esta vez con más cuidado.
En el mundo actual, para ser un instrumentista completo es imprescindible tener experiencia con este tipo de formatos. En la academia a veces resulta una asignatura menospreciada, pero es fundamental para nuestra carrera profesional, ya que, además, abre un abanico de posibilidades laborales.
Si tenemos la suerte de tocar con un músico que ama lo que hace, su energía se contagia. Hubo una época en que solía ofuscarme intentando alcanzar una perfección que nunca lograba. Eso era todo lo que podía pensar antes, durante y después de tocar, y me causaba una tensión inmensa. La solución, aunque parezca lo más simple del mundo, fue pensar en la música.
Cuando pensamos en la música, solo hay deleite y diversión; solo existe la magia de ese momento único que es cada interpretación. Ya no hay dudas ni miedo, solo diálogo y conexiones. Tocar en compañía es evidencia de que la música es lenguaje, uno que comunica mucho más de lo que puede explicarse con palabras.