¿Qué futuro queremos para La Habana y cómo lograrlo?

Lograr que la ciudad funcione día a día con recursos en extremo limitados, en un contexto de fuerte centralismo y con hábitos administrativos burocráticos de ordeno y mando, dificulta una mirada amplia, renovadora y de largo alcance. 

Foto: Kaloian.

Son innumerables los debates que todavía nos debemos —ciudadanos, emprendedores, técnicos y gobernantes— sobre qué hay que hacer para recuperar la ciudad y encauzar su futuro. 

No hay en la actualidad una clara y pública definición de cuál debe ser la política sobre la vivienda (localización, tipología, financiamiento, etc.), ni sobre la movilidad urbana, ni los espacios públicos y las áreas verdes, ni los servicios de proximidad (educación, salud, comercio…). Tampoco la hay sobre la protección del medio ambiente (tratamiento de residuales sólidos y líquidos, contaminación sonora, del aire…), o sobre la recuperación de las infraestructuras viales, hidráulicas, eléctricas, de comunicaciones.

Estos temas y muchos más, como la política demográfica y de empleo, la economía urbana, el rol del turismo en la ciudad, las perspectivas para el uso de zonas clave como la Bahía de La Habana, Ciudad Libertad, Habana del Este y otras requieren de estudios, ideas, debates y decisiones consensuadas y articuladas en una estrategia urbana. 

Ojalá no demoremos mucho en abrir el debate y poner al día las ideas. Y es bueno recordar que propuestas no faltan; por poner solo un ejemplo, si se mapificaran todos los proyectos elaborados por estudiantes de Arquitectura y Urbanismo sobre piezas de la ciudad —barrios, avenidas, espacios públicos— quedaría prácticamente cubierta buena parte del área urbanizada.

Pero las veces en que se ha logrado adelantar algo en esos temas y se han comenzado a definir objetivos claros, se ha abierto otra cuestión tan compleja como la primera y es la de determinar no ya el qué hacer, sino el cómo lograrlo. Merece la pena explorar el asunto con algún detalle. 

Foto: EFE/Yander Zamora.

Lo urgente y lo importante

Está claro que el Gobierno de la ciudad y sus estructuras administrativas deben jugar un rol primordial en el proceso. Sin embargo, y por razones que merecen un estudio en profundidad, se ha constatado repetidas veces que las dificultades que esas instituciones presentan para asumir tales responsabilidades son grandes. 

Se hallan la mayor parte del tiempo absorbidas —diría que casi abducidas— por grandes y pequeños problemas cotidianos que hacen que lo urgente impida ocuparse de lo importante. 

Lograr que la ciudad funcione día a día con recursos —financieros, materiales y humanos— en extremo limitados, en un contexto de fuerte centralismo y con hábitos administrativos burocráticos de ordeno y mando, dificulta enormemente una mirada amplia, renovadora y de largo alcance. 

Ello hace que se separen entre sí, cada vez más, dos actividades igualmente necesarias: el planeamiento y la gestión (en cierto modo “el qué” y “el cómo”). Los que se dedican a una cosa no logran ocuparse de la otra. 

Un plan sin gestión es inútil si no logra implementarse. Del mismo modo, una gestión sin plan es ciega, si no sabe a dónde va. Un plan que no es asumido, defendido y utilizado por el Gobierno de la ciudad es un plan huérfano. Un gobierno que no guía su actuación mediante un plan difícilmente logrará definir y alcanzar los objetivos anhelados, al actuar siempre de forma reactiva.

Parece evidente que un equipo de Gobierno requiere, para cumplir su cometido, de tres elementos esenciales: en primer lugar, de unas atribuciones o competencias adecuadas, claramente establecidas en una legislación para la administración local descentralizada. Si los niveles superiores interfieren en las decisiones de la ciudad, el gobierno se hace muy difícil. 

En segundo lugar, unos recursos coherentes con los retos a enfrentar. En particular, instrumentos fiscales que le permitan conformar un presupuesto de inversiones adecuado para la ciudad. 

En tercer lugar, capacidad técnica de planeamiento y gestión que le permita formular un plan y un presupuesto específicos para el área urbana sin desatender o interferir en su funcionamiento cotidiano. La Habana está todavía lejos de todo ello.

Sin embargo, la capital tiene ventajas comparativas que le pueden facilitar un planeamiento y una gestión adecuadas. De una parte, la mayoría del suelo urbano es de titularidad pública; lo que facilita la toma de decisión y la asignación de usos, algo que envidiarían muchas ciudades del mundo. 

Por otro lado, existe una administración metropolitana que permite articular fácilmente las estructuras administrativas y políticas, algo que no han logrado diversas metrópolis que se han constituido por agregación de núcleos preexistentes. 

Otro elemento positivo a disposición de la ciudad es la fructífera experiencia de la Oficina del Historiador en el centro histórico, que muestra en la práctica el camino hacia un desarrollo sostenible.

Considero de interés indicar algunas líneas maestras por las que transitar para lograr que los planes que se acuerden y aprueben puedan implementarse a través de una gestión adecuada. Me parece oportuno avanzar en cuatro aspectos esenciales: 

  1. lograr la formulación de un plan operativo
  2. fortalecer el presupuesto local
  3. modernizar la administración pública
  4. regular la gestión del suelo

Formular un plan operativo

No es la primera vez que la ciudad de La Habana presenta un plan urbano para su aprobación y la obtiene. Sin embargo, tampoco es la primera vez que ese plan se “engaveta”, se olvida y su incidencia real en la toma de decisiones es mínima. 

Ello no es algo extraño si se examinan numerosas carencias. Suele tratarse de planes incompletos que adolecen de falta de concreción en al menos dos elementos esenciales: un programa de acciones acordado con los organismos ejecutores y un presupuesto que cuantifique la inversión financiera y material necesaria. 

A menudo proponen ideas poco articuladas con el proceso inversionista sectorial de las entidades estatales y todavía menos con la acción privada (vivienda particular, mipymes, etc.). El plan propone, pero los ministerios disponen.  

Por otra parte, el proceso de divulgación previa del plan de modo que haga posible una real participación es siempre insuficiente: se suelen circular los estudios y propuestas entre los organismos, pero no se comunica lo suficiente de forma pública, por lo que la mayoría de la población lo ignora. ¿Como exigir a la población cumplir con unas regulaciones que se desconocen o no se entienden?

Es imprescindible, al mismo tiempo, fortalecer la escala urbanística —más allá de la zonificación general y el trazado de las grandes infraestructuras—, especificando las regulaciones urbanísticas, la morfología indicativa de las zonas urbanas e incluso las directivas generales para la arquitectura de las edificaciones de modo que no se quede en abstracciones demasiado generales. 

Por último, sería oportuno simplificar, ordenar y precisar la compleja estructura institucional que tiene que abordar un plan para ejecutarse, en la que intervienen —y a menudo interfieren— entidades nacionales, provinciales y locales, así como múltiples sectores de la actividad económica y social. Mientras no se logre, los planes quedarán condenados a ser meros documentos académicos. 

Foto: EFE/Yander Zamora.

Fortalecer el presupuesto local

Es incuestionable la importancia de disponer de recursos suficientes para enfrentar las transformaciones e inversiones que proponga el plan. Las limitaciones del Gobierno de la ciudad en la actualidad son innegables, pero quedan caminos por recorrer que podrían permitir un incremento de recursos. 

En primer lugar, sería aconsejable una decidida reforma fiscal que posibilite la creación de fondos financieros para engrosar el presupuesto de la capital: todas las ciudades del mundo presentan un muy diverso arsenal de tasas, contribuciones e instrumentos de recuperación de las plusvalías urbanas que van a las arcas locales y permiten engrosar su capacidad financiera. Parece, por ejemplo, exigua una contribución territorial del 1 %. Es imposible no preguntarse ¿A dónde va el 99 % restante? ¿Estará utilizado con eficiencia? ¿No podría incrementarse algo ese aporte a la ciudad? A ello pueden sumarse créditos, donaciones y transferencias de otros ámbitos de la administración.

En segundo lugar, también es una práctica extendida en el mundo la del partenariado público/privado. Es frecuente la licitación y contratación de concesiones para diversos servicios públicos, con los indispensables controles, lo que descarga a la administración urbana de responsabilidades y suele mejorar la calidad de los servicios. La existencia de miles de pymes abre interesantes posibilidades en esa dirección. 

Otros actores deberían articularse en un plan urbano como los crecientes proyectos de desarrollo local, que también pueden hacer un importante aporte a la calidad de la vida urbana, así como integrándose en los encadenamientos productivos locales. Mientras la ciudad no pueda decidir sobre sus ingresos y gastos, será muy difícil que pueda cumplir con lo establecido en los planes.

Foto: Kaloian.

Modernizar la administración pública

Es cada vez más urgente darle un vuelco al funcionamiento de la administración y su relación con la ciudadanía. La propia división político administrativa de la ciudad —que puede parecer un aburrido tema burocrático— esconde decisiones que influyen con fuerza en el funcionamiento de las relaciones entre la administración y la ciudadanía. 

No es lo mismo vivir en un municipio pequeño o grande; tener cerca o lejos las oficinas de trámites; elegir un delegado de circunscripción que un alcalde. Un habitante de Regla no tiene que caminar los mismos kilómetros que uno de la Habana del Este o Guanabacoa para resolver un trámite administrativo. 

No es lo mismo, por lo tanto, organizarse en 15 municipios, en 5 o en 70 distritos. Es necesario además delimitar claramente las atribuciones y competencias de los niveles provincial y municipal, sobre todo en una ciudad que eliminó su asamblea de elegidos a la escala provincial, con lo que ahora domina la rendición de cuentas “hacia arriba”, no hacia abajo.

Modernizar la administración pública significa hacerla más transparente y accesible para los ciudadanos de modo que estos perciban que ella está a su servicio y no el ciudadano al servicio del funcionario de turno. 

Debería formularse un amplio programa de modernización de la administración que regulara el derecho de acceso a la información pública como los datos del catastro, de los planes, programas y presupuestos, de la estadística local, etc. Dicho programa debiera incluir, asimismo, la informatización de los registros y de los trámites administrativos; pero, en primer lugar, un programa de capacitación —y en cierto modo de “reeducación”— de todos los funcionarios para convertirla en una administración “amigable” en lugar de enemiga del ciudadano.  

Ello debería incluir la dignificación —también salarial— de esos puestos de trabajo, del aspecto de los locales, así como una imprescindible informatización de los procesos que facilite los trámites, no solo a las personas naturales sino además al creciente número de personas jurídicas privadas, con el fin de agilizar la vida económica de la ciudad.

El Parque Maceo, en La Habana: Foto: Otmaro Rodríguez.
El Parque Maceo, en La Habana: Foto: Otmaro Rodríguez.

Regular la gestión del suelo

Un aspecto no menos importante es la transferencia de las competencias sobre el suelo urbano al Gobierno de la ciudad, como parte del patrimonio que debe administrar. Es esencial para la buena administración de la ciudad, así como para poder implementar muchas de las propuestas de los planes urbanísticos, que el fondo inmobiliario —tanto suelo como edificaciones— sea gestionado por su Gobierno. 

Son varias las direcciones en las que es preciso avanzar. Es imprescindible terminar el catastro urbano y completar la inscripción en el registro de la propiedad de todos los inmuebles, estatales y privados. Ello ayudará a crear la base impositiva indispensable y permitirá un control del uso adecuado del fondo inmobiliario.

En el momento son numerosos los lotes urbanos y los edificios poco o mal utilizados, en manos de entidades estatales. Sea por vías administrativas o tributarias —un impuesto al uso ocioso— , es preciso recuperar ese enorme potencial para el desarrollo de la ciudad.

De forma paralela habrá que simplificar y actualizar la valoración inmobiliaria —hoy existen el valor catastral, el de referencia, el de registro y el de mercado— obsoleta debido a los procesos inflacionarios. El Instituto Nacional de Ordenamiento Territorial y Urbano (INOTU) acaba de dictar la Resolución 173, en la que se especifica la “metodología para determinar el valor catastral de los bienes inmuebles de naturaleza urbana”. En ella fija tres valores: el real (contable registrado), el de mercado y el catastral.

Habrá que evaluar la conveniencia y oportunidad de valorizar ese suelo a través de la venta de sus derechos de uso a plazo fijo, como garantía de préstamos o en alguna de las muchas modalidades existentes. Se trata de un fondo inmovilizado que hay que aprovechar para el desarrollo urbano.

Tales son algunos de los programas que una ciudad dinámica debería acometer para poder llevar a cabo las ideas de transformación expresadas en los planes.

Havana, Cuba 🇨🇺 | 4K Drone Footage

No pretendo en absoluto agotar el tema puesto que quedan pendientes temas esenciales, como el del propio esquema de gobernanza de la ciudad —que, por ejemplo, ha perdido su asamblea de representantes—. Se trata, sin duda, de temas polémicos que habrá que debatir.

Es tal la escasez —no solo de recursos, sino de ideas al respecto—, el letargo y la inmovilidad dominantes, que un programa de cambio parece ya una utopía irrealizable o peligrosa. Debemos definir cuál es el futuro que queremos para la ciudad, pero debemos además precisar cómo llegar a él.

Es imprescindible un Gobierno dinámico, con autonomía operativa, capaz de entusiasmar a la población alrededor de un “proyecto de ciudad”, pero dispuesto igualmente a rendir cuentas de su actuación de forma transparente ante la ciudadanía.

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