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Celebración de una reina centenaria

Cumplir 100 años con sabiduría y amor es un privilegio que no todos alcanzan. La longevidad de mi bisabuela Ramona es un legado que inspira y fortalece a toda la familia.

por
  • Liudmila Peña Herrera
    Liudmila Peña Herrera
julio 12, 2025
en Sociedad
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Ramona, 100 años. Foto: Cortesía de la autora.

Ramona, 100 años. Foto: Cortesía de la autora.

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Era todavía joven la mañana cuando apareció el prendero. Llegó cargado de bultos y los puso encima de una mesa, en el patio de la casa de los Cruz. Fue abriéndolos con lentitud, como el amante que quiere hacerse esperar para desatar más las pasiones. Las muchachitas se apuraron, nerviosas, para no perderse el momento en que el hombre, llegado desde la ciudad con maravillas de colores, abriera sus jabucos.

Allí estaba la joven, con sus ojazos marrones deslumbrados por aquellas prendas que podrían ser para otras muchachas, pero nunca para ella o sus hermanas. Lo sabía y por eso se mantenía, prudente, observando desde cierta distancia, con los ojos chispeantes de emoción ante lo bello.

Ahora no, ahora los párpados caídos le han vuelto los ojos más chicos. Por eso nos mira con dificultad, y como si intentara traspasar el velo borroso de las cataratas.

“¿Tú sabes lo que yo hacía?”, pregunta de pronto, no porque quiera que le respondamos, sino por el gusto de saberse escuchada con atención por la familia: “Cruzaba los brazos y miraba to’ aquello. Me gustaban los aretes, los collares, las pulseras. Y decía: ‘Ay, mira qué bonito está eso’; pero con las manos agarradas y mirando de lejos. Que Dios perdone a Ñico, que en gloria esté. Ese sí agarraba un poco de aquello, se lo echaba al bolsillo y daba la media vuelta. ¡Ni porque era hijo de un ricacho!”. 

La más amada de la familia tiene para ella un público ávido de sus historias. No es como esos ancianos que suelen repetir los mismos relatos una y otra vez. Generalmente permanece en silencio, aunque atenta. Y uno comprueba que todo lo sabe y todo lo escucha cuando de pronto suelta alguna opinión tajante, de forma imprevista; o cuando, después de una broma picante de alguno de nosotros, ella deja escapar una risa desinhibida.

El coro familiar la ve partir el tabaco en varios pedazos y echarse uno a la boca, mientras va moliendo las hojas a un lado y a otro, con sus encías huérfanas de dientes. La Vieja no sabe vivir sin “coger su mascá”. Es, posiblemente, su único vicio. No es fumarse el tabaco, sino masticarlo hasta que pierda el sabor. Después escupe la sobra en una latica de cerveza cortada a la mitad. A mucha gente podría parecerle repugnante el hábito, pero para nosotros es tan natural, tan suyo como su propio nombre, Ramona.

La Vieja —así le dice mi abuela— termina de saborear el tabaco y pone la latica en el suelo, muy cerca de una pata del sofá. Entonces, alentada por uno de sus nietos, continúa el relato donde ella es la chiquilla de apenas 12 o 13 años que tiembla cuando ve salir a su madre en dirección a donde se halla el prendero. La observa conversar algo con él y vuelve a entrar a la casa por la puerta de la cocina.

“La madre mía quería que tuviésemos vestidos nuevos. Por eso hizo un ajuste de una saca de maní que había recogido y así pudo pagarle al prendero. El metro de tela costaba 60 centavos. Con 3 pesos le compró cinco y se los llevó a Juanita Borges para que nos los cosiera. El mío quedó feísimo”, dice y se echa a reír, con una carcajada lenta y pegajosa. Una risa que contagia a su auditorio, sentado en la sala de una casa de mampostería (de una de sus hijas mayores, mi abuela), como la que nunca imaginó que tendría nadie de su familia.   

La centenaria y parte de la familia. Foto: Cortesía de la autora.

***

Mi bisabuela Ramona nació el año en que Gerardo Machado asumió la presidencia de Cuba con la promesa de modernizar el país. Esos aires jamás llegaron a Loma del Muerto, una comunidad cuyo mejor adorno eran las pequeñas elevaciones cargadas de piedras que, en tiempo de sequía, se desprendían junto al polvo y la tierra, ladera abajo.

Muchas historias se contaban sobre el origen del nombre de aquel sitio, ubicado en las cercanías de Buenaventura, una comunidad que hoy pertenece a la provincia de Holguín. Aunque sea imposible dejar de asociar el nombre del poblado con historias de apariciones, tan comunes en la época, mi bisabuela asegura que se debía a la cantidad de muertos que hubo por aquellos lares durante la guerra del 95.

Fue jueves el 4 de junio de 1925, cuando los dolores de parto de Panchita pusieron a correr a la familia. Puedo imaginar los trajines de la comadrona pidiendo palangana, agua caliente, tijeras o un cuchillo, ¡quién sabe! Desconocemos cuánto tiempo demoraría el trabajo de parto; ni siquiera si alguien tenía conciencia del riesgo que estaba corriendo mi tatarabuela. Poco sabemos sobre aquel lejano día, un siglo atrás.

La casita de yagua de los Cruz vibraría con el primer llanto. Y luego, ¡oh, sorpresa!: dos bebés. Niñas mellizas: Rosa y Ramona las llamaron. En total, el matrimonio haría crecer a diez hijos, todos tan sanos como el maní que cosechaban.

“Entodavía quedamos tres hermanos”, dice mi bisabuela, arrellanada en el sofá de la sala. A su alrededor, el coro familiar saborea su voz guajira y campechana. Alguien pregunta por Rosa. Pero no, el cuerpo no le dio para llegar a vivir un siglo.

***

Alrededor de mi bisabuela ha crecido y se ha expandido la familia desde que se casó a los 15 años con su primo Juancito y se fue a vivir a Los Güiros, a una casita de yagua cuya mayor riqueza era la juventud de sus inquilinos.

Cuentan que el matrimonio salía de madrugada a sembrar maní y a hacer carbón. Cuando regresaba, ella cargaba agua del pozo, atizaba el fogón de leña y fregaba la loza. Al finalizar la faena, se iba al baño, una estrecha construcción de guano y tablas de palma que estaba fuera de la casa, al igual que “el excusao”. Al día siguiente, repetía la rutina.

En medio de esos trajines fueron naciéndole hijos, hasta llegar a diez.

Ramona ha sobrevivido a cuatro de ellos. Perdió a uno muy joven porque desde pequeño estuvo enfermo, y todavía, en instantes de nostalgia, rememora sus travesuras y alguna que otra anécdota. Quien vive muchos años debe tener un corazón que soporte la hondura del dolor y de las alegrías.

A mi bisabuela no recuerdo haberla visto llorar. Reír sí, y abrazar a su gente, aunque no siempre con los brazos. Ella te hace sentir bienvenido cuando ofrece un jarrito de café claro salido de su colador; protegido de cualquier ira humana con la complicidad de su mirada; amado hasta la médula si has llegado de la ciudad de visita y ella corre a asar plátanos en su fogón de leña y a preparar harina de maíz con leche.

Ha sido la compinche de sus nietos que tumbaban naranjas a escondidas del bisabuelo Juancito, la amiga de sus bisnietos y la muñequita linda de cuanta bisnieta o tataranieta ha querido peinar, cortar o teñir sus canas.

Jamás la he visto ofuscada o alzando la voz. Ni una sola queja le he escuchado sobre algún padecimiento o achaque, a no ser el de la escasez de vista, que ya cercano a los 90 años la obligó a aguzar el oído.

“Déjame verte la cara!”, dice, cuando algún pariente se le acerca para saludarla o pedirle la bendición. Y hasta hace poco sabía, sin dudar demasiado, quién era el hijo de quién, o el marido o el exmarido.

Ramona y una de sus descendientes. Foto: Cortesía de la autora.

***

Fotos de su infancia y juventud no sé si existen; lo dudo. Pero si un día alguien quisiera tener un retrato de la vida y el espíritu dispuesto al disfrute de mi bisabuela Ramona, deberá consultar la galería de imágenes donde está metida en la playa, en brazos de sus nietos, flotando como una quinceañera a sus ochenta y tantos años; o subida en una balsa en forma de cisne, ejerciendo como reina de la familia.

Quién creería que conoció el mar a la edad en que la mayoría de los mortales se ha despedido de la vida. “Abuela, vamos a la playa mañana”, la convidó por muchísimo tiempo mi padre. Y ella se negaba: “No, mi’jo, las mujeres que van a la playa son putas”, repetía.

En realidad la idea se la había sembrado en la mente el bisabuelo Juancito, quien siempre quiso tenerla pegada a su taburete, para verla trajinar entre los calderos de la cocina y los animales del patio. Y cuando ella iba a la ciudad a visitar a una de sus hijas o para atenderse algún problema de salud, debía regresar muy pronto porque el viejo se molestaba tanto, que hasta mencionaba el divorcio.

Y ahí está ella, remangándose el vestido para que no se le moje —expectativa imposible de cumplirse— mientras camina despacito sobre la arena rumbo al mar, custodiada por un nieto en cada flanco.

Mi bisabuela es una mezcla de resiliencia ligada con entereza y sazonada con un toque de sabiduría del disfrute. Parece raro, pero no lo es. Da gusto verla sonreír, ataviada con su vestido nuevo, traído por la familia emigrada, y luciendo con naturalidad la tiara que le han regalado.

Desde las primeras horas del día han llegado hasta la casita de tablas y techo de guano los hijos, nietos, bisnietos y tataranietos. Nadie quiere perderse la fiesta. Unos inflan globos y van armando el arco de adorno; otros hunden las cervezas en el escaso hielo de la nevera portable; toman fotos, preparan la mesa del gran pastel. En el Mijial no hay un tema que supere los 100 años de Ramona.

Y cuando entonan el feliz cumpleaños hay un orgullo flotando alrededor de niños y adultos, como si la victoria de la vida larga fuese de cada uno de los asistentes. Mi bisabuela, con sus cachetes colorados y su pose de reina tropical, deberá pedir un deseo. Uno grande, trascendental; y callárselo para que se le cumpla. Nadie le preguntará, pero estoy casi convencida de saberlo porque una vez, hace un par de años, me confesó: “Entodavía no he vivido lo suficiente: ¡yo quiero llegar a los 120!”.

Etiquetas: Portadatercera edad
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