Cementerio de balsas

 

Los últimos rayos de sol caen en la bahía de Boca de Jaruco, justo en el punto donde el río entronca con el mar. Un bote pesquero atraviesa las aguas en dirección a la salida. Lleva encendido el farolillo de proa. Qué silencio húmedo envuelve la embarcación. Qué silencio de incertidumbre, de redes medio vacías, de escamas esquivas. Un brazo cansado lo despide desde la costa. Es el viejo Joaquín, sentado sobre el dienteperro, en espera del premio que nunca ha mordido su anzuelo. Mientras aguarda, fuma un cigarrillo, y otro, y la vara permanece inmóvil, sin tensarle la palma de las manos, como suspendida sobre la eternidad. Cuánto monólogo callado con las piedras, cuántas historias masculladas entre labios, cuántas centellas en los ojos fijos. Si yo fuera el horizonte, me torciera por una mirada así.

Hace días, antes de llegar a este pueblo, vi a tres pescadores arañando las aguas del río Almendares. Los observé desde mi banco en la ribera, bajo el puente, mientras la brisa barría las últimas gotas de lluvia del atardecer. Llevaban por todo arsenal un cordel, el gancho de cuatro puntas, la malla remendada, las manos. La corriente verduzca les tapaba las rodillas. Escuché cómo jadeaban cuando un manjuarí picó en el extremo de la cuerda. No puedo asegurar que fuera un manjuarí. Ellos tampoco. Pero los rumores afirmaban que había varios por el río. Y ellos forcejeaban como si hubiesen cazado una ballena. Qué estilo grotesco el de los pescadores urbanos. Qué diferencia con el viejo Joaquín, quien permanece horas sentado en una piedra, sin la menor muestra de impaciencia o fatiga.

El anciano continúa vagando en los vericuetos de su imaginación. Apenas le altera mi presencia. No puedo quedarme impávido ante la silueta novelesca que se recorta contra el cielo. Me acomodo cerca. No hallo pretexto para romper el silencio.

– ¿Falta mucho para que oscurezca?- atino como un disparo.

Pasan dos segundos que parecen siglos. Luego, solo luego de su pausa y mi agonía, gira la cabeza y me clava las pupilas. Los labios adormecidos se apretujan entre sí; dos arrugas negruzcas bajan desde las comisuras para perderse en la barba. Es la primera vez que le veo el rostro.

– Cuando el borde inferior del sol toque el horizonte, solo quedarán tres minutos de luz. Si no quieres que te agarre la noche, mejor comienza a andar -me dice.

Le agradezco, pero me confunde la segunda parte de la frase. ¿Acaso es una invitación cortés a marcharme? ¿Acaso me demuestra preocupación? Decido indagar. ¿Por qué debiera irme?, pregunto. Y calla. El bote pesquero que atravesaba la bahía se ha vuelto su propio farolillo en la distancia. En la costa, apenas el viejo, yo, y las sombras de la noche que empiezan a alargarse desde Santa Cruz del Norte: en el cielo, pujan el rojizo decadente y el púrpura voraz. ¿Le temes a los muertos?, -cuestiona. Ahora soy yo quien enmudece. Por estas aguas han pasado muchos, prosigue. Antes, el cementerio del pueblo quedaba río arriba. Ahí enterré a mi padre…

El anciano pescador se pone de pie. Aparentaba ser más alto. Señala la desembocadura y me cuenta la tradición de los cortejos fúnebres de Boca de Jaruco. Lo escucho con respeto, pero desconfiado: sospecho que pretende espantarme. “Por allá, dentro del río, después de las cuevas, mucho antes de tú nacer, viajábamos en procesión cuando alguien moría en el poblado. Un bote adelante, con la caja y los familiares, otro detrás, con los amigos y vecinos. El llanto, el silencio por tramos, los remos salpicando los vestidos remendados, los mismos de cada funeral. Yo guié el bote de mi padre. Lo peor era la llegada al camposanto. Ahí no había lápidas, ni panteón, ni rejas, ni ningún sacerdote a quien encomendarle el alma. Solo las palas y el hoyo. Y la caja. Y un montón de gente llorando en la ribera.”

Permanezco en mutis. Sopeso cuánta invención sostiene el relato. El viejo huele el resquemor. – “¿No me crees? Te mostraré. Por aquí cerca hay otro cementerio”, -dice. “Pero con los cuerpos apilados por montones, sobre la tierra, bajo el soplido caprichoso de la brisa”. Al terminar la frase, el viejo Joaquín se coloca la gorra y echa a andar. Lo sigo varios pasos, a una distancia cautelosa. Se detiene y señala detrás de unos arbustos de henequén. “Llegamos. Bienvenido al cementerio de las «rústicas»”, anuncia.

Nunca sospeché que en Cuba existiera sitio semejante. ¿Qué zoológico macabro pisan mis pies? ¿Acaso estoy en un cuento de Poe? Veo obeliscos de cuatro metros de altura, erigidos por remos, quillas rotas, embarcaciones primitivas, gomas de camión, trozos de poliespuma. Si aguzo el oído, escucho los gemidos de las bestias. Suenan a lamentos moribundos. Le pregunto al anciano pescador. Me explica que cada pieza fue interceptada por guardafronteras, mar adentro, a la deriva, sin tripulación, o con tripulación ausente, o deshidratada. Las remontan en la marea y las abandonan aquí. Este es el almacén del litoral.

Mi compañero penetra en laberintos más profundos. No me quedo atrás. La luz blanca de la luna llena aporta una atmósfera espectral. Al menos ilumina los senderos. Qué silencio atroz, qué paz de los sepulcros. El viejo Joaquín me guía hacia una fila de botes. Cabecean hacia un lado, sin equilibrio. Siempre me ha parecido trágica la torpeza de los botes en la tierra. El anciano pescador se para frente a uno. Le acaricia el casco. “Algún día fue mío”, afirma.

– ¿Y qué pasó?

– Me lo robaron.

– ¿Quién?

– Nadie -titubea. Creo que ya es tiempo de marcharnos.

Joaquín no dice una palabra en el camino de regreso. Atravesamos el dienteperro como dos desconocidos. ¿Acaso no somos dos desconocidos? Cuando llegamos a la costa retomamos los sedales. Durante un tiempo intento sonsacarlo, pero siempre esquiva mis palabras. Luego de un rato, el sol comienza a iluminar la chimenea de la termoeléctrica de Santa Cruz del Norte. Comprendo que debo irme. Me dirijo al viejo y le digo algunas palabras intrascendentes. Por fin, cuando me alejo, alcanzo a escuchar: “Fue mi hijo. Mi hijo me lo robó”.

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