La noche que Trompy murió, Andrés Castañeda durmió a su lado, en el piso. Improvisó una cama con colchas y la puso en la sala, junto a la pequeña caja de formica blanca donde estaba el perro poodle cruzado con maltés. Al día siguiente, 2 de octubre de 2004, después de llorarlo como a un familiar, cavó una tumba y lo enterró.
Más tarde le construyó una bóveda y a su alrededor sembró un pequeño jardín con diez del día y vicarias. Nunca pensó enterrarlo lejos de su casa y menos lanzarlo a la basura; estaba creando, sin saberlo, un cementerio para perros: después de Trompy, la gente empezó a traer allí a sus mascotas.
Trece años después, la tumba de Trompy sigue a un costado de calle 7ma entre avenida 9na y Vía Blanca. Y en la pared de la casa del guagüero que fuera su dueño, en Alamar, aún cuelga la foto del perro que viajó con él la Isla entera.
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Esteban, siempre desde su loma, recuerda cuando Andrés, la familia y los amigos, venían a celebrar cada cumpleaños de Trompy. La cerveza, la música y la fiesta llegaban hasta la tumba del perro, cada 19 de mayo, durante muchos años.
“Él tuyo fue el one”, le dice a Andrés.
Pero no sería el único. Andrés perdió la cuenta cuando dejó de marcar con números los sitios de enterramiento. Se detuvo en 212. Y también terminó las fiestas de cumpleaños y se hartó de reconstruir la tumba dañada por los transeúntes y los niños que lanzaban piedras.
“Esto fue un desastre. Comenzaron a botar basura encima y después botaron un camión completo, arriba de los perros”, cuenta Esteban.
Pero antes del declive –con una fecha sin precisar–, el cementerio creció loma arriba, a ambos lados de la calle. Las tumbas llegaban casi hasta el final de la pendiente, donde comienza el espacio más habitado de esta zona de Alamar, cuenta Andrés.
Para probarlo se lanza a un tupido montículo de yerba y comienza a limpiarlo. Debajo, asoman unas piedras. “Donde tú veas esto, ahí hay un perro enterrado”, dice.
Ahora las tumbas destruidas se suceden, cuesta abajo. Entre la hierba que las tapa hay cruces de madera, otros montones de pedruscos apiñados y algunas sepulturas más elaboradas, con cemento o incluso enchapadas con mármol.
“La gente les hacían bóvedas y cosas bonitas”, dice Andrés.
El cementerio siempre tuvo un crecimiento espontáneo, no planificado. Donde hubiera un pedazo de tierra libre, ahí se hacía el hueco. Por un tiempo lo atendió un trabajador de Servicios Comunales. El hombre lo mantenía limpio e incluso construía bóvedas o enterraba los animales a quienes lo solicitaban.
Pero dejó de atender el camposanto sin que nadie supiera por qué, y este comenzó a deteriorarse, cuenta Andrés mientras desanda. Después se detiene frente a una tumba semidestruida donde comenzó el cementerio. Es la de Trompy, que alguna vez tuvo un jardín de flores blancas alrededor.
La bóveda de un poco más de un metro está enchapada con lozas verdes, blancas y carmelitas. Tuvo una foto –que Andrés rescató para su casa– pero ahora casi no se lee el nombre y apenas se ve el número 1 en la inscripción. La tumba de su perro es de las pocas que escapan a la destrucción. Otras están cubiertas de yerba, olvidadas, aunque se leen los epitafios con las fechas: Bobby Bobón o Terry EPD. La más reciente data de 2014.
Del otro lado de la calle, la mayoría de las tumbas han quedado sepultadas bajo escombros o maleza. Casi ninguna está visible, pero Andrés las encuentra aun bien ocultas. Se queja porque se perdieron decenas de ellas, entre el abandono y la destrucción. Al parecer, ya nadie entierra perros en el cementerio de Alamar.
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En el mundo hay muchos cementerios para mascotas, algunos famosos como el Cimentiére des Chiens et autres Animer ux Domestiques, que funciona desde 1899 en París. El abogado Georges Hamois y la periodista y feminista Marguerite Durand –dueña de la leona Tiger– fundaron el camposanto donde se calcula se han enterrado unos 70,000 animales, algunos comunes como los perros y gatos, pero también gallinas, monos, un ciervo, dos caballos, un oso y el león de Durand.
Entre las mascotas famosas sepultadas están Moustache, perro que acompañó a Napoleón en batallas, o Rin Tin Tin, el popular perro actor. También la reina Isabel de Rumania enterró allí a su can.
Más de un siglo atrás, los franceses lanzaban los cadáveres al río y la insalubridad era alta. Pero una ley vigente hasta hoy prohíbe hacerlo y obliga a solicitar servicios especializados para deshacerse de los cadáveres.
El caso francés se repite en todas las latitudes. Desde 1983 está abierto un cementerio en la Comunidad de Madrid, llamado El Último Parque, con 35,000 metros cuadrados y más de 4,000 animales enterrados.
Otro en Estados Unidos se disputa con el francés el ser el primero del mundo, aunque la fundación se registra antes, en 1896. Descansan allí más de 80,000 animales. También está el famoso Cementerio de mascotas de Baifu, en Beijing, China, creado en 2005; o el Parque de Asís, en Chile, con más de 10, 000.
El espacio, el mantenimiento y cuidado de las tumbas cuestan a los dueños de mascotas. Incluso por ley, como sucede en Francia, en algunos lugares es penado lanzar los cadáveres a lugares públicos y se prohíbe enterrarlos en el jardín propio. En otros sitios es obligatorio llamar a los servicios especializados para el tratamiento de los cuerpos.
En Cuba existe un vacío legal en este aspecto. La organización Protección de Animales de la Ciudad (PAC), pretende reunir 10,000 firmas requeridas por la Comisión de Asuntos Constitucionales y Jurídicos de la Asamblea Nacional, para admitir una propuesta de ley que enfrente el maltrato hacia las mascotas.
Además del tema ya recurrente del maltrato y el abandono en Cuba, ¿a dónde van los animales domésticos cuando mueren? A los latones de basura, los ríos o las calles; envueltos en sacos o en cajas de cartón. Cuando son atropellados, muchas veces son apartados a un lado de la vía, donde los cuerpos se descomponen a la intemperie.
Algunas personas deciden enterrarlos, pero el enterramiento precisa de condiciones específicas para evitar enfermedades, o para que otros animales no los desentierren.
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Andrés habla de Trompy con nostalgia. Su antecesor se llamó Trompoloco en homenaje al famoso payaso cubano. Cuando murió, un hermano del guagüero lo lanzó al mar. A Andrés, un adolescente entonces, esto no le gustó.
A Trompy lo recogió siendo cachorro y lo cuidó durante diez años. Llegó a su vida primero que su hijo, dice.
“Se le servía comida como a un ser humano. Iba con nosotros a los restaurantes y una vez hasta lo entré al cine Payret. Viajó Cuba entera, hasta Holguín y Santiago de Cuba. Se iba conmigo en guagua para donde yo iba. Hasta sabía cuándo íbamos de fiesta, porque salía a buscar su plato”, recuerda Andrés.
Cuando Trompy sentía llegar el ómnibus, arañaba la puerta para salir y recibir a su dueño. Pero una tarde de octubre, cuando Andrés llegó del trabajo, el perrito ya convulsionaba. Murió en la Clínica de Carlos III esa misma noche. Andrés lo veló y lo enterró al amanecer, con el peine para desenredar su pelo y todo lo que era suyo o para él.
“Quería tenerlo cerca. Pero no podía aquí por los edificios. Por eso escogí aquel lugar”, dice.
Tarde por tarde, cuando llegaba de su trabajo, Andrés visitaba la tumba de su perro. Sentado sobre la lápida conversaba con el animal, le contaba sus cosas. Se sorprendió llorando más de una vez. Devolvía el gesto al perro que, cuando su dueño enfermaba, se acostaba, sin moverse, sobre una alfombra cerca de la cama.
“Hice cosas que ahora sé que no debía”, recuerda.
Una vez, persiguió durante minutos a un hombre que atropelló a un perro y cuando se detuvo lo increpó. En cada animal herido o maltratado veía al suyo.
“Los animales no se deben menospreciar, son inteligentes y saben cómo uno los aprecia. Los ves en la calle tirados y te mueven la colita y es que están buscando amor”.
Un 31 de diciembre antes de la medianoche –no recuerda si de 2012 o 2013– visitó la tumba. Sentado allí, en compañía de un amigo, esperó el año nuevo conversando con su perro. “Me voy a ver a tu familia, Trompy”, le dijo y se despidió.
“Fue la madrugada de año nuevo en que más temprano me acosté”, dice.
Sus visitas a la tumba disminuyeron con el tiempo, pero aún no olvida al perro. Conserva algunos videos de cumpleaños y la foto que cuelga en la pared. Pero en la casa hay señales físicas de la presencia del perro. La puerta blanca de la entrada aún tiene las marcas de las uñas de Trompy, cuando pedía salir para recibirlo.
“Lo sufrí como a un ser humano”, repite. Y después de Trompy, su poodle cruzado con maltés, lo decidió. Nunca más tendría una mascota.
Me parece, es, una obra muy buena, muy dulce. Gracias a los que defienden este bello gesto de homenaje, recuerdo y respeto a las mascotas y los animalitos en general.