Solo se conoce de ella el descapotable rojo con que paseaba La Habana, fue la primera de todas en hacerlo. La “cartera dactilar” así lo prueba: la primera mujer de Iberoamérica en coger el timón; por eso la creen algunos mulata y otros china cuando fue blanca, porque llevaba escrito en su piel el secreto de mujeres de todas las razas… tomar el volante de sus propias vidas.
No todas las guajiritas de Guanajay nacidas en 1892 llegaron a vivir en La Habana, aunque la mayoría soñó con hacerlo. Ninguna de las que llegó a La Habana fue tan libre como la Macorina, y a la vez tan presa.
Cuenta un artículo de la época que escapó con su novio a la capital cuando solo tenía 15 años. Era aún Maria Calvo Nodarse, pero no tardó en convertirse en lo que hoy conocemos, como entre brumas, de ella. Supo quizás que las cadenas del pequeño pueblo no eran las únicas que amarraban su futuro, no quiso ser ama de casa, y las amas de casa la despreciaron por eso…
Todo tiene un precio, hasta aquel carro vino después de que la atropellaran, fue un regalo de ese chofer maldito, y le costó una leve cojera. El precio de la libertad viene empañado con otro tipo de prisión.
Mientras algunas mujeres lavaban y cocinaban a hombres que no querían, atrapadas en las convenciones de un matrimonio arreglado; ella elegía en su cama a aquel que pudiera pagar con oro su libertad.
“Más de una docena de hombres permanecían rendidos a mis pies, anegados de dinero, suplicantes de amor”, dijo a Bohemia cuando ya el glamour había pasado. Tuvo cuatro caserones repartidos por lo mejor de La Habana, uno en la calle Línea, otro en Belascoaín… tuvo además caballos, pieles, joyas, nueve automóviles, llegó a gastar dos mil pesos mensuales en tiempo de vacas flacas.
Frecuentó la recámara del presidente Tiburón, y lo salpicó ella con su poder mientras el hombre temblaba durante la revuelta de la Chambelona. Tuvo mucho y un sueño incumplido, un sueño que la sacaba de su cuerpo en medio de lujosas fiestas: la primer chofer quería volar un aeroplano, contemplar Cuba bajo sus pies…
“A veces, en medio de una fiesta y rodeada de admiradores, mi pensamiento se iba hacia aquel avión”, susurra… pero no quería escapar, solo pagarse la infancia perdida, quería “llenar un avión con muñecas y repartirlas entre todas las niñas de Cuba”.
Pero el hado de una época cae tarde o temprano sobre el destino de todos, y su burbuja explotó cuando llegó a la edad de los cuarenta. Sin la juventud del cuerpo no se abren ciertas puertas. Y fue perdiendo las casas, los caballos y las joyas, como toda Cenicienta pasada su hora.
Se quedaron, eso sí, el apodo de Macorina, que un borracho le pegó para siempre en el Louvre, y aquel danzón popular que la perseguía con su “ponme la mano aquí Macorina, pon, pon, pon…” “¡Odio esa música tanto!”, dijo alguna vez.
Renegó de todo ello mientras caía en la más honda pobreza. “María me pidió que el día de su muerte le pusiera el vestido amarillo –cuenta una vecina– y que no le dijera a nadie que era La Macorina. Una tarde me pidió café. Cuando regresé, ya había muerto”. Así se cumplió su voluntad 15 de junio de 1977 en la funeraria de la ruidosa calle Zanja.
Poco hay de ella en ese muñecón que baila cada diciembre en las charangas de Bejucal; sin embargo, el pintor Cundo Bermúdez sí logró capturar el estatismo de su vida vivida, al menos en el escenario populesco, frente al volante de un carro. Tal vez él comprendió el secreto de aquella mujer que huía, a toda máquina, de la insoportable gravedad de nacer en esta Isla.