Enrique, el Kike, me cuenta que su billetera lleva tiempo sin que le den de comer, y me enseña una artesanal y lastimera portadora de billetes, con no más que fotos descoloridas de su novia y su familia, que también dan pena, pienso yo, aunque no entiendo el motivo.
El Kike es mi amigo desde la primaria. Por eso lo conozco y sé que me hablará de lo que anda punzando su cabeza. Además, las tardes de la costa cojimera, en el este de la Habana, son señoras de una calma que disuade de diálogos y confesiones. Cuando uno se reúne allí, con un amigo o familiar, suele activarse el coloquio.
Pensaba en el posible tema. Se habla, hasta la extenuación, del salario en Cuba. Pero el Kike me sorprende con una pregunta: ¿Te acuerdas de Miguelito, mi primo? Contesto con un “sí” verbal y una cara de “no comprendo”, volviendo incompatibles la palabra y el rostro. Me acordaba de Miguelito. Un pelirrojo al que la definición de “ese muchacho es la candela” no podría venirle mejor, ya que tenía en conjunto, con el pelo rojo, la debilidad por incendiar los alrededores de su edificio. Los vecinos comentaban que, efectivamente, la candela y él eran una sola cosa.
Lo incomprensible de la pregunta del Kike radicaba en que su primo hacía muchos años que no ocupaba nuestras conversaciones, como los Power Rangers con sus peleas de plástico, envueltas en chispas y explosiones absurdas.
Miguelito y mis tíos —me narra— se fueron en el tiempo de los balseros. Subieron a una armazón flotante hecha de tanques y otra pila de trastos. ¿Quién sabe lo que habrán pasado en el viaje? Eran años duros y se caía en la desesperación. Pero en mi casa, si había que dividir un grano de arroz para que todos comieran, se hacía y ya.
La exageración me resulta graciosa y el Kike, que lo nota, hace una pausa para reír. Miguelito y mis tíos —continúa— en mi casa comían y mi padre les regalaba ropa, zapatos y todo lo que pudiera.
Ellos llegaron a salvo a los Estados Unidos. Lo sabemos porque llamaron un día aquí y hablaron con mis padres. Todavía era un niño y no se me olvida que fue la última vez que supimos de ellos. Se les oyó explicar que estaban bien; después, nada más. Nunca tuvimos la intención de pedirle siquiera un peso. Ahora mismo, mi padre está muy enfermo y su hermano Miguel, el papá de Miguelito, ni se ha enterado. Tampoco puedo asegurar que haya habido alguna preocupación suya. Creo que él, igual que tantos otros, se tomó “la Coca-Cola del olvido”.
Yo recordaba a los balseros en el verano de 1994. Los gritos, los perros ladrando, los niños, la masa de espectadores viendo partir en una flota artesanal a familiares y extraños hasta donde la vista los capturaba para, quizás, lograr arrebatarles a los navegantes unas lágrimas que se fundieran con el mar salado. Un largo grupo de cubanos, hasta hoy, no sabe de ellos.
¿La verdad? La verdad se parece a una prostituta cuestionada… El hecho de poner en venta el cuerpo ya es, por sí solo, cuestionable, pero podrá defenderse esa decisión o condenarla. La verdad se le parece mucho. Al decir que algo representa una verdad se entiende que es cierto; sin embargo, unos la aceptan y otros no.
Veo que el Kike mira sin mirar y me doy cuenta de su tristeza. Presumo que no va a llorar, incluso exprimido por las ganas de hacerlo. “Los hombres no lloran”, se dice y, a lo mejor, así se dijo su padre cuando sus tíos y su primo se alejaban de la costa. Miguelito vestía un pulóver verde. Verde, la edad. Verdes, los sueños.
El diente de perro cobija una piedra ovalada y lisa. Enrique la recoge. La tira. Da cuatro saltos sobre el agua y se hunde. Él se está hundiendo en la tierra. Los médicos aun no descubren la procedencia de la enfermedad de su padre. Se espera lo peor. Si un hombre robusto se asemeja a un esqueleto en unos pocos meses, abundarán las preocupaciones.
Coca-cola en mano, Miguel calma su sed. Puede que el olvido ayude…puede.
Precioso .. Y tan real como la vida misma.. La coca cola del olvido.. Bonita expresión!!! Me ha encantado!!
Un texto genial, pero muy triste…